Viajamos a Bariloche para visitar a mi cuñada patagónica que vive en la Península de San Pedro, uno de los lugares más lindos de la ciudad, donde se encuentra la torre construida por el arquitecto Alejandro Bustillo, una fortaleza con la mejor perspectiva del Nahuel Huapi, la casa de nuestro amigo Rafael, con su maravilloso jardín de rosas antiguas, y varios senderos serpenteantes con vista al lago, ideales para hacer largas caminatas entre matorrales de rosa mosqueta, cipreses gigantes y arrayanes jóvenes.
Nuestra anfitriona tenía programado un paseo para cada día a los que partíamos con una bien provista canasta de pic nic. Recorrimos la bellísima ruta de los 7 lagos y nos detuvimos en varios puntos panorámicos para que dos de las viajeras, en su bautismo patagónico, pudieran inmortalizar los paisajes que llevarían de regreso a Italia.
Fue una jornada a pura belleza que culminó con un animado intercambio de opiniones sobre los sitios que más nos habían gustado y, entre coincidencias y discrepancias, logramos reconstruir la hoja de ruta de los lagos, y la visita a ciudades encantadoras como Villa la Angostura y San Martin de los Andes.
Otro día hicimos trekking a lo largo del Rio Manso y recuperamos fuerzas con un pic nic musicalizado por el sonido de la cascada Los Alerces.
Esa misma noche nos despedimos de Bariloche en la Parrilla de Alberto, con la mejor carne de la región.
A la mañana siguiente nos embarcamos en un nuevo programa: el Cruce Andino que une Bariloche en Argentina con Puerto Varas en Chile.
Partimos de Puerto Pañuelo en el catamarán Gran Victoria para navegar por el lago Nahuel Huapi, avistamos la Isla Victoria y la isla Centinela, donde las embarcaciones saludan con tres bocinas frente a la tumba del Perito Moreno, en señal de respeto y reconocimiento. Durante el resto del trayecto disfrutamos de la belleza del lago y de su entorno hasta la primera escala en Puerto Blest.
Muy cerca de allí embarcamos en un nuevo catamarán para atravesar el Lago Frías y, en ese tramo, la nota divertida la aportaron las gaviotas que, en vuelo rasante, arrebataban las galletitas de la mano frente al click oportuno de una fotógrafa.
Cuando llegamos a Puerto Frías el Volcán Tronador parecía jugar a las escondidas entre las nubes, sin embargo, una vez concluidos los trámites de migraciones y aduana, llegamos a descubrir su figura lejana y majestuosa.
El cruce de la Cordillera de los Andes, en un Bus 4 x 4, fue uno de los tramos más interesantes de la excursión, porque, tuvimos el privilegio de ser los únicos viajeros en transitar la huella que atraviesa antiguos bosques de especies nativas.
Al llegar al límite entre Argentina y Chile, precisamente en la línea divisoria de las aguas, nos detuvimos para tomar las clásicas fotos en los letreros de bienvenida de los dos países vecinos. En mi caso fue una inesperada oportunidad para observar la típica Selva Valdiviana, el hábitat donde los líquenes y musgos son los mejores indicadores de contaminación y cambio climático, los Cohiues ganan mayor altura, y los Alerces pueden llegar a cumplir 3.500 años.
Muy cerca del valle del rio Peulla, tuvimos la suerte de ver dos Cóndores Andinos mientras descendían a tomar agua, y en la minuciosa aduana de Peulla cumplimos con los tramites migratorios de Chile.
Una vez ingresados oficialmente al país vecino, y para disipar toda duda sobre nuestra localización tomamos el primer Pisco chileno en el bar del Hotel Natura. Desde allí emprendimos la primera caminata trasandina hasta la Cascada de la Novia, donde, después de un inesperado baño de espuma continuamos la marcha más frescos que una lechuga.
Ni bien llegamos al puerto, para embarcar en un nuevo catamarán, nos encontramos con otros viajeros que recorrían la Carretera Austral en bicicleta. Con ellos navegamos el Lago de Todos los Santos, avistamos la isla Margarita, y fuimos testigos de la solidaridad y el respeto que inspiran las personas arraigadas en el lugar, cuando nuestra embarcación se detuvo, y tuvimos oportunidad de presenciar el abordaje desde un pequeño bote de remos.
Desembarcamos en Petrohue frente al inconfundible perfil del volcán Osorno y continuamos en Bus hasta los Saltos de Petrohue donde, en un entorno de nubes bajas, caminamos por senderos en los que la espuma se escurre entre curiosas formaciones de piedra volcánica. Concluida la visita retomamos la ruta que bordea el Lago Llanquihue, uno de los mayores de Chile, para finalizar la excursión en Puerto Varas.
Con Puerto Varas tuve un amor a primera vista, todo me parecía atractivo, desde el magnífico panorama que ofrece el lago, los volcanes cercanos y las casitas de madera que trepan hacia lo alto de la ciudad; hasta las coquetas cafeterías, y la cordialidad de la gente.
Afortunadamente nuestro hotel estaba a pocos pasos de la pintoresca escalera Ricke, en la que el esfuerzo de subir se compensa con la visión de coloridos diseños en cada uno de los tramos. Por allí bajamos hasta el restaurante Donde el Gordito, un bodegón muy concurrido, en el que celebramos nuestro arribo con un generoso descorche de vino blanco y un menú típicamente chileno: locos, machas a la parmesana, camarones, congrio con alcaparras y salmón a la plancha, platos con los que una graciosa camarera tentaba a cada uno de los comensales, hasta dejarnos sin aliento.
En Puerto Varas alquilamos el auto con el que emprendimos un rally turístico que nos permitió visitar en poco tiempo muchos lugares interesantes.
Partimos en dirección a Chacao el puerto de salida de los Ferrys hacia Chiloé, una región que atesora antiguas iglesias construidas en madera, con arquitectura propia del lugar, que fueron declaradas por UNESCO Patrimonio de la Humanidad.
Desembarcamos en Ancud, una ciudad agradable cuya iglesia fue reconstruida después de un terremoto a mediados de los 90, pero que mantiene su impronta de vieja ciudad pesquera en un tradicional pesebre armado sobre un bote.
Después de un almuerzo ligero seguimos la ruta que lleva a Castro, la capital de Chiloé, donde deambulamos por calles en las que abunda la oferta de artesanías y visitamos simpáticos cafés, en los que se respira una tranquilidad sorprendente. Fue el momento de relax en medio de la agitada búsqueda de los típicos palafitos, del recorrido por el mercado, y de la visita a la Iglesia de San Francisco de Castro, una bella combinación de estilo clásico y Chilote construida con diversas maderas autóctonas.
La placidez contagiosa de Castro se interrumpió bruscamente cuando nos percatamos que teníamos el tiempo justo para tomar el último Ferry y llegar esa misma noche a Puerto Montt, ciudad en la que además pretendíamos comer la famosa Centolla. El ferry nos devolvió al continente con una puntualidad sorprendente y una vez en Puerto Montt, después de un apresurado estudio de mercado, terminamos el día saboreando lo mejor de la cocina chilena.
En vísperas de Navidad la ciudad era un enjambre de gente haciendo compras y tratando de huir de las multitudes, encontramos en la costanera el refugio ideal para tomar un descanso, hasta que un chaparrón indiscreto nos obligó a volver al hotel de una corrida.
Algunas horas después, recuperada la calma, disfrutamos de una conmovedora misa de Nochebuena en la Catedral con el marco musical de una orquesta de cámara y un magnifico coro.Sin embargo, no sólo alimentamos el espíritu, porque casi sin pausa prolongamos la celebración con una excelente comida navideña en el Yatch Club de Puerto Montt “a pura centolla”.
A poco de
emprender el camino de regreso destinamos el ultimo día en Chile para visitar la
ciudad de la música, Frutillar, donde además de un magnifico teatro sobre el
lago hay una tradición gastronómica que es también digna de aplausos.