Desde los
restos de una antigua ciudad romana a la vigorosa capital del reino.
Dejamos
atrás el alboroto de Fez y tomamos una apacible ruta que corre entre olivares y
valles de cultivo para llegar a Volubilis, la antigua ciudad romana considerada
el yacimiento arqueológico más importante de Marruecos, cuyo asentamiento se
remonta al Reino de Mauritania.
Nos sorprendió encontrar un didáctico museo de sitio en medio de un paisaje agrícola que conserva intacta su fisonomía. Era sin duda el resultado de un excelente proyecto arquitectónico, sumado a una acabada curaría.
Nos sorprendió encontrar un didáctico museo de sitio en medio de un paisaje agrícola que conserva intacta su fisonomía. Era sin duda el resultado de un excelente proyecto arquitectónico, sumado a una acabada curaría.
La
construcción tiene varios módulos prácticamente invisibles desde el exterior,
donde se exhiben piezas rescatadas del lugar, y abundante información que prologa la visita
por la típica planificación urbanística del Imperio romano.
Afortunadamente un guía del museo nos acompañó en el recorrido por los monumentos y las antiguas casas que conservan los mosaicos originales, porque caminar por el predio bajo la minúscula sombra del ala del sombrero, nos quitaba el aliento. Entonces recordé una experiencia similar vivida en Palmira, un tesoro de Siria que se ha perdido, y advertí que el privilegio de caminar por Volubilis me resultaba más poderoso que el agobio.
Esa
misma tarde llegamos a Meknes, una ciudad fundada por las tribus bereber, que varios
siglos después fue elegida por Mulay Ismail como capital de su imperio. Un reinado del que perduran obras monumentales como
el Mausoleo, las murallas que protegían la antigua ciudad imperial, el
acueducto, el granero, y enormes caballerizas que albergaban parte del ejército
con el que Mulay Ismail logró unificar Marruecos, Mauritania y Argelia.
Meknes
cuenta además con importantes testimonios del arte andalusí, como la bellísima puerta
Bab Mansour y antiguas residencias con fuentes y jardines interiores, que logramos descubrir cuando la curiosidad fue mas poderosa que el
temor a perdernos.
Estábamos alojados dentro de la Medina, el lugar indicado para hacer uno de nuestros programas favoritos, caminar sin prisa por las calles y perdernos entre la gente hasta el anochecer.
Aunque en esta oportunidad la primera impresión fue decepcionante porque, guiados por el bullicio, nos encontramos enmarañados entre tiendas que venden copias de productos de diversas marcas. Era una exhibición variopinta de prendas y accesorios con logos para todos los gustos.
Afortunadamente
nos animamos a buscar caminos alternativos en los que al parecer se guarecían
las costumbres locales. Descubrimos pequeños patios donde los artesanos tallaban
la madera, bares de una sola mesa con parroquianos que tomaban el tradicional te
de menta y calles abovedadas por las que retumbaba el trote corto de un burro
apurado por su dueño.
Al caer la tarde llegamos al barrio de los sastres donde se percibía un silencio laborioso. Me detuve frente a cada una de las tiendas en las que se confeccionan kaftanes suntuosos, y algunas versiones pret a porter, y pude observar el trabajo minucioso de las bordadora mientras enhebraban perlas y cristales. Fue reconfortante comprobar que la tradición textil parecía estar a buen resguardo.
Al caer la tarde llegamos al barrio de los sastres donde se percibía un silencio laborioso. Me detuve frente a cada una de las tiendas en las que se confeccionan kaftanes suntuosos, y algunas versiones pret a porter, y pude observar el trabajo minucioso de las bordadora mientras enhebraban perlas y cristales. Fue reconfortante comprobar que la tradición textil parecía estar a buen resguardo.
La cocina también es un componente destacado del patrimonio marroquí, que sumado a la curiosidad de un marido apasionado por la gastronomía, resultaba muy gratificante.
En esta oportunidad tuvimos una experiencia inolvidable en el restaurante Aisha, calificado en TripAdvisor como el segundo mejor restaurante local, y sin duda el más pequeño que vi en mi vida. Tenía sólo dos pequeñas mesas bajas, unos bancos de madera y la cocina detrás de la barra.
Nuestros amigos se detuvieron azorados con la clara intención de desistir pero yo no estaba dispuesta a hacer concesiones. Finalmente los cuatro terminamos apretujados en una de las mesas, para deleitarnos con varias versiones de Tajine, y algunos dulces a los que no ofrecimos resistencia.
Nos despedimos de Meknes con un menú por todo lo alto al precio más bajo.
En esta oportunidad tuvimos una experiencia inolvidable en el restaurante Aisha, calificado en TripAdvisor como el segundo mejor restaurante local, y sin duda el más pequeño que vi en mi vida. Tenía sólo dos pequeñas mesas bajas, unos bancos de madera y la cocina detrás de la barra.
Nuestros amigos se detuvieron azorados con la clara intención de desistir pero yo no estaba dispuesta a hacer concesiones. Finalmente los cuatro terminamos apretujados en una de las mesas, para deleitarnos con varias versiones de Tajine, y algunos dulces a los que no ofrecimos resistencia.
Nos despedimos de Meknes con un menú por todo lo alto al precio más bajo.
Nuestro
último destino en el reino de Marruecos fue Rabat, la capital, que hasta el
regreso de Mohamed V en 1.956 fuera sede del protectorado francés.
Una ciudad en la que conviven amablemente lo antiguo con lo moderno y donde dos grandes avenidas fueron una referencia imperdible para nuestros desplazamientos.
El itinerario turístico comenzó por dos monumentos emblemáticos de la ciudad: la Torre Hassan, un bello alminar que se quedó sin mezquita y que domina la explanada rodeado de columnas truncadas, y el Mausoleo de Mohamed V, una obra que por su belleza está considerado uno de los testimonios más notables del arte marroquí contemporáneo.
Todo en este monumento es suntuoso hasta la elegancia de los guardias reales, a caballo o inmóviles de pie, que con espléndidos uniformes de gala parecen exaltar su majestuosidad.
Otra visita imperdible fue la Kasbah de los Oudaia, una fortaleza formidable construida en el Siglo XII, que vigila la desembocadura del rio Bou Regreg desde el punto más alto de la ciudad.
Los muros del fuerte guardan en su interior un espacio encantador, el barrio andalusí construido por los moros expulsados de España, que aún continúa habitado. Las pequeñas calles escalonadas, las paredes blancas y las puertas decoradas, lo hacen tan atractivo que las viviendas son muy requeridas por los europeos y actualmente cotizan en alza.
Para completar el paseo nada mejor que hacer una pausa en el Café Moro, donde todo hace pensar que dentro de estos muros, quedaron atrapadas historias que merece un trato reverente.
Rabat es la residencia oficial del rey de Marruecos y la sede del gobierno, y aunque el palacio no se puede visitar, vale la pena recorrer los jardines y ver la Plaza de Armas.
Precisamente mientras observábamos la movida del palacio nos enteramos que quienes se desplazaban con soltura ataviados con jilabas blancas eran Tuareg, los hombres de confianza del rey, establecidos en Fez.
Nunca hubiera imaginado que aquellos que conocía como los hombres azules del desierto, los nómades que parecían no tener fronteras, hubieran echado raíces en la capital y abandonado su turbante azul, casi un sello de identidad. Sin embargo, quienes para mí fueron como personajes de fantasía, ahora tenían una misión real.
El día de la partida nuestro último deseo fue detenernos en Salé, la ciudad ubicada sobre la costa atlántica y en la desembocadura del rió, que fuera refugio de piratas que constituyeron una república regida por sus propias leyes.
Una ciudad en la que conviven amablemente lo antiguo con lo moderno y donde dos grandes avenidas fueron una referencia imperdible para nuestros desplazamientos.
El itinerario turístico comenzó por dos monumentos emblemáticos de la ciudad: la Torre Hassan, un bello alminar que se quedó sin mezquita y que domina la explanada rodeado de columnas truncadas, y el Mausoleo de Mohamed V, una obra que por su belleza está considerado uno de los testimonios más notables del arte marroquí contemporáneo.
Todo en este monumento es suntuoso hasta la elegancia de los guardias reales, a caballo o inmóviles de pie, que con espléndidos uniformes de gala parecen exaltar su majestuosidad.
Otra visita imperdible fue la Kasbah de los Oudaia, una fortaleza formidable construida en el Siglo XII, que vigila la desembocadura del rio Bou Regreg desde el punto más alto de la ciudad.
Los muros del fuerte guardan en su interior un espacio encantador, el barrio andalusí construido por los moros expulsados de España, que aún continúa habitado. Las pequeñas calles escalonadas, las paredes blancas y las puertas decoradas, lo hacen tan atractivo que las viviendas son muy requeridas por los europeos y actualmente cotizan en alza.
Para completar el paseo nada mejor que hacer una pausa en el Café Moro, donde todo hace pensar que dentro de estos muros, quedaron atrapadas historias que merece un trato reverente.
Rabat es la residencia oficial del rey de Marruecos y la sede del gobierno, y aunque el palacio no se puede visitar, vale la pena recorrer los jardines y ver la Plaza de Armas.
Precisamente mientras observábamos la movida del palacio nos enteramos que quienes se desplazaban con soltura ataviados con jilabas blancas eran Tuareg, los hombres de confianza del rey, establecidos en Fez.
Nunca hubiera imaginado que aquellos que conocía como los hombres azules del desierto, los nómades que parecían no tener fronteras, hubieran echado raíces en la capital y abandonado su turbante azul, casi un sello de identidad. Sin embargo, quienes para mí fueron como personajes de fantasía, ahora tenían una misión real.
El día de la partida nuestro último deseo fue detenernos en Salé, la ciudad ubicada sobre la costa atlántica y en la desembocadura del rió, que fuera refugio de piratas que constituyeron una república regida por sus propias leyes.
Una historia de aventuras que nos tentó a aventurarnos por la medina en buscar de vestigios de un
pasado corsario.
Aunque dentro de la muralla solo encontramos un concurrido mercado nos sorprendió ver maniquíes sonrientes, los primeros entre todos los fotografiados por Beatriz durante el viaje, entonces pensé que su sonrisa tal vez fuera una picardía de quienes guardan secretos inconfesables.
Aunque dentro de la muralla solo encontramos un concurrido mercado nos sorprendió ver maniquíes sonrientes, los primeros entre todos los fotografiados por Beatriz durante el viaje, entonces pensé que su sonrisa tal vez fuera una picardía de quienes guardan secretos inconfesables.