Cronicuca del circo: contenta como unas pascuas
Después de largos años volví a entrar en la
carpa de un circo, nada menos que del Cirque Du Soleil, para ver Corteo.
Disfruté del programa desde el día en que sacamos las entradas porque tuve el
tiempo suficiente para evocar cuánto celebrábamos, en nuestra infancia, la
llegada de un circo.
Recordé el desfile de carromatos por las calles
del pueblo: un acontecimiento del que participábamos escoltándolos a toda
carrera hasta el lugar en el que establecían su campamento generalmente ubicado
cerca de casa, lo que nos permitía hacer tantas visitas como fuera necesario
para adivinar la proximidad del estreno. Ir a las primeras funciones y
sentarnos cerca de la pista era todo un privilegio, porque nos permitía ayudar
al payaso a buscar a su compañero escondido (siempre a los gritos porque eran
bastante sordos) y recibir el baldazo final que, afortunadamente, no tenia agua
sino papel picado.
Una vez finalizado el espectáculo, toda nuestra
vida se teñía de circo; éramos domadores, malabaristas, acróbatas y trapecistas
hasta el día sombrío en que volvíamos a ver un terreno vacío con las marcas de
los postes, de las estacas y con las huellas profundas de los carromatos que
habían partido.
Esta vez también llego el gran día. La carpa
del Cirque du Soleil se alzaba majestuosa y, a medida que nos adentrábamos,
crecía nuestro entusiasmo.
La escenografía y el decorado eran un buen
anticipo de lo que unos minutos más tarde disfrutaríamos. El telón lucía como una
obra de arte en la que el juego de las luces iba develando imágenes del
cortejo. Me sentía extasiada y no podía dejar de mirar una y otra vez esa
procesión, y cada repetición me permitía descubrir personajes diferentes.
De pronto irrumpieron payasos y acróbatas con
espléndido vestuario, y entre ellos un viejo conocido al que solíamos llamar
“caballo de trapo”, esta vez en versión fashion, pero con las mañas de siempre:
morder el pelo de los espectadores como si fuera pasto tierno.
¡El espectáculo nos deslumbró! Había ángeles
balanceándose sobre la pista, enormes candelabros con caireles que hacían de
trapecio, camas con colchones elásticos que daban lugar a las acrobacias mas
audaces, malabaristas que nos dejaban boquiabiertos, trapecistas que volaban en
lo mas alto de la carpa, simpáticos payasos, y cuadros de acrobacia que
sumaban, a la notable destreza de los artistas, el refinamiento estético de sus
composiciones.
Toda una celebración que, acompañada de una
música magnífica, contribuía a crear un ambiente especial para cada escena y
comprometía todos nuestros sentidos en el goce de un programa que parecía
creado por arte de magia.