CroniCucas salpicadas por la espuma.
La naturaleza suele sorprendernos con
espectáculos fascinantes entre los que los grandes saltos de agua constituyen
una fiesta para los sentidos, ya que la conjunción de la belleza de las
cataratas, el estruendo de enormes volúmenes de agua cayendo, la frescura de la
espuma que nos alcanza y el perfume envolvente de la humedad crea un espacio
mágico y arrebatador.
Tuvimos la suerte de conocer algunas de las más
importantes cataratas del mundo, y cada una de ellas nos maravilló como algo
único y especial.
Guardo un lejano recuerdo del impacto que me
produjo la majestuosidad de las Victoria Falls del río Zambeze en Zimbabue. Las
conocimos prácticamente en solitario en un parque abierto en el que todo lo que
veíamos era obra de la naturaleza y al que, con cierta audacia, volví a
recorrer en bicicleta para explorar las huellas de los animales, tomando como
referencia los dibujos de una graciosa remera comprada en el mercado local.
Varios años más tarde visitamos las Niagara Falls
en Estados Unidos, también de enorme belleza, aunque la experiencia fue muy
diferente: su entorno es urbano; la infraestructura, alucinante y, lejos de
sentirme una exploradora, fui una espectadora privilegiada que admiraba un
espectáculo en primera fila; porque, aun rodeados de cientos de visitantes,
todo está preparado para que cada uno goce de un extraordinario panorama y,
como ocurre en The Cave of the Wind, pueda sentirse envuelto en el
torbellino de agua, oportunamente provisto de un poncho para prevenir un
remojón tremebundo.
También conocíamos las Cataratas del Iguazú y
después de un largo paréntesis, sintiéndonos más calificados en el tema,
volvimos para disfrutar de esta maravilla de la naturaleza y sorprendernos con
una infraestructura que nos permitió una accesibilidad inmejorable para
recrearnos en un entorno que enamora.
Tranquila, sin prisa, deteniéndome para conocer
el nombre de los árboles autóctonos más atractivos, como el Palo Rosa, que mira
desde su altura a todos los demás, me entremetí fascinada entre los helechos,
que con una exhuberancia avasallante pintan de verde hasta los escondrijos más
sombríos.
Avanzábamos escoltados por mariposas; los
coatíes se nos acercaban sin temor, y las urracas azules volaban en bulliciosa
patota luciendo un plumaje de admirable diseño en el que los ojos se destacan
como un dos de oro.
Tuve la impresión de que todos los senderos que
llevaban a los saltos estaban programados para familiarizarnos con su belleza,
y que iban in crescendo como en una sinfonía, hasta alcanzar una
culminación arrolladora en la
Garganta del Diablo.
Sin embargo aún nos faltaba la frutilla del
postre, porque este viaje estaba programado para una visita muy especial: las Cataratas
del Iguazú a la luz de la luna.
Sabíamos que, con un poco de suerte, durante 5
días por mes es posible hacer un paseo nocturno, y nos arriesgamos a planear la
visita exactamente la noche de luna llena. Durante toda la jornada estuvimos
pendientes del movimiento de algunas nubes que nos mantuvieron en vilo, pero
una vez en el Parque, con la certeza de que las condiciones meteorológicas eran
favorables, nos reunimos con los demás visitantes y dejamos atrás las luces de la Estación Central
para abordar el Tren Ecológico que nos llevaría hasta la última parada.
Las luces y las sombras hacían irreconocible el
trayecto que habíamos recorrido durante el día y, mientras escuchábamos con
atención los sonidos de la selva, nuestros ojos se fueron acomodando y logramos
descubrir a algunos protagonistas de la noche. Cada hallazgo era un
acontecimiento que no se podía pasar por alto de modo que, mientras el pequeño
tren avanzaba, nosotros movíamos la cabeza de un lado a otro con la agilidad de
una lechuza.
Al llegar a la estación terminal iniciamos una
tranquila marcha. El asombro frente a un panorama tan poco frecuente nos
mantuvo casi en silencio, y resultaba muy agradable escuchar nuestras propias
pisadas en los senderos y el rumor del agua que se deslizaba bajo las
pasarelas.
De vez en cuando nos sorprendía el aleteo de
alguna ave molesta por el inoportuno horario de la visita, algo perfectamente
comprensible; ¿a quién no le incomoda la interrupción sorpresiva de un plácido
sueño?
La luna, que había conseguido ahuyentar las
nubes por completo, tenía esa noche bien merecido el premio a la mejor
iluminación del espectáculo, porque no solo nos permitió avanzar sin pausa
atentos al sonido de los saltos, sino que nos regaló la más increíble visión de
la Garganta
del Diablo.
La espuma lucía un blanco fluorescente en
movimiento, que hubiera sido la envidia de un DJ; el rugido del agua que caía
era estremecedor, y las gotas que al principio nos alcanzaban tímidamente eran
una invitación a acercarnos hasta el límite de lo posible.
Ajena al ajetreo de quienes iban y venían captando
imágenes para llevarse de recuerdo, permanecí extasiada y, convencida de que lo
que estaba viviendo no cabía en una foto, me dispuse a disfrutarlo todo con la
pretensión de atesorar cada momento.
El camino de regreso ya no guardaba secretos para
nosotros; la noche era muy clara y nadie parecía tener apuro por dejar atrás
ese panorama encantado. Finalmente, y entre dimes y diretes, uno tras otro
fuimos subiendo al trencito que nos devolvería al punto de partida con la
satisfacción de haber compartido una experiencia extraordinaria,
porque esa noche el Parque Nacional Iguazú, declarado por UNESCO
Patrimonio de la Humanidad ,
se había iluminado para nosotros.
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