jueves, 29 de octubre de 2015

Caminando por la capital de Mongolia

Descubriendo Ulan Bator:


Arribamos al aeropuerto Ghinggis Khaan, de Ulan Bator (UB).
La simple visión de su nombre resultaba inquietante, por tratarse del gran conquistador Mongol que tuvo en vilo a buena parte de Asia, y en cuya defensa los chinos levantaron la gran muralla.
La ventanilla del avión fue como un catalejo para observar las estepas, y durante largo rato no quitamos los ojos de las enormes extensiones de verde amarillento, tratando de localizar las siluetas redondeadas de las viviendas nómades que, una vez en tierra, apreciaríamos en su verdadera dimensión.  


De camino al hotel, cuando ya estábamos algo inquietos por el confuso recorrido, llegamos a la av. Paz. Reconocimos su nombre entre indescifrables señales mongolas y, con ayuda del chofer, comprendimos que esa interminable avenida era la mejor referencia en una ciudad en la que incluso los automovilistas locales suelen tener dificultades para llegar a destino -detalle que no parece inquietar a nadie en un país en el que el 50% de población es nómade-.


Los mongoles son muy amables con los turistas, pero la barrera del idioma puede ser inexpugnable, de modo que la estrategia más efectiva para poder regresar al hotel fue recordar las fachadas y vidrieras del barrio.
Atentos a los puntos de referencia, llegamos a la plaza Sukhbaatar precisamente cuando un grupo de ancianos, vistiendo trajes típicos, se reunía junto a la estatua ecuestre de  Damdin  Sukhbaatar en lo que, a juzgar por los cálidos saludos y las animadas charlas, parecía un reencuentro de veteranos. Nosotros disfrutábamos observando la reunión de  hombres que parecían orgullosos de su estirpe, y de mujeres pequeñas y delicadas, que lucían con coquetería coloridos trajes de seda.


Alrededor de la plaza pudimos reconocer varios edificios de gobierno entre los que se destaca el majestuoso Parlamento Mongol, con una estatua de Gengis Kan de voluminosa anatomía, solemnemente sentado en lo alto de la escalinata.
También vimos edificios de estilo soviético; algunos importantes, como el del Partido Revolucionario del Pueblo de Mongolia, y otros modernos en cuyos vidrios se reflejan las construcciones tradicionales mongolas como en un simpático diálogo.


En la zona céntrica hay elegantes locales de marcas europeas que conviven con otros de artesanías tradicionales y de recuerdos, hay también artistas callejeros, lustrabotas y hasta algún emprendedor que, sentado en la vereda con una pequeña balanza de baño, se ofrece a pesar a los transeúntes por unos pocos tug. Es una ciudad que está cambiando amigablemente y en la que nada parece fuera de lugar.
Con intención de tomar un descanso en nuestro acalorado paseo, entramos a una de las grandes tiendas de la ciudad, y el breve paréntesis resultó un programa genial. Quedé embelesada con los locales que ofrecían excelentes prendas de cachemir mongol, y con un supermercado que, rebosante de productos de todas partes del mundo, puso en marcha nuestra fantasía para preparar la canasta de pic nic que llevaríamos al Transiberiano.


Aunque nuestra visita a UB fue breve, encontramos tiempo para conocer el Monasterio budista de Gandantegchinlin, al que llegamos por la mañana, en el momento mágico en que los monjes están consagrados a los cánticos y oraciones; son Budistas Tibetanos. Dentro de los templos, la cordialidad de los fieles, la cadencia de las ceremonias y el colorido de los ornamentos aportan un tono festivo que invita a plegarse a las celebraciones.
Me hubiera gustado permanecer más tiempo contemplando las obras que hicieran quienes predicaron allí las enseñanzas de Buda, pero nuestros amigos cordobeses nos esperaban para partir hacia las estepas, lo que resultó una aventura inolvidable.


A nuestro regreso necesitábamos un buen programa para celebrar la última noche en UB y, después de varios días de austera comida de campamento, elegimos premiamos con un delicioso menú en el Restaurante indio Hazara en el que, rodeados de una ambientación encantadora y en una romántica mesa para dos, tuvimos una despedida digna de un maharajá.

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