Hop-On Hop-Off en el Transiberiano:
Llegamos a Ulan Bator, la
capital de Mongolia, con la intención de viajar en el Transiberiano hasta Rusia;
una experiencia que Carlos me propusiera al poco tiempo de conocernos y que
varios años después estábamos a punto de realizar.
Nuestra aventura empezó
antes de llegar a la estación donde había autos estacionados en tres filas,
jóvenes con enormes mochilas zigzagueando entre los paragolpes, gente con mucho
equipaje tratando de llegar al andén, y nosotros intentando comunicarnos con el
conductor del taxi que, con la calma y amabilidad que los caracteriza, dio a
entender que era mejor esperar.
Arribamos al tren con
nuestro pasaje mongol en el que lo único comprensible eran los números, de modo
que ubicamos sin dificultad vagón y camarote. Allí conocimos a nuestras
compañeras de viaje: dos jóvenes universitarias que estudiaban en Moscú, a las
que estaban despidiendo sus respectivas familias.
Una de ellas, encantada de
conocer viajeros llegados del otro lado del mundo, se convirtió inmediatamente
en nuestra cicerone.
Tenía todos los tips
necesarios para hacer un buen viaje, y lo único que parecía no entender es la
razón que motiva a los extranjeros a pasar parte de sus vacaciones en un tren
en el que ellos viajan por necesidad.
A medida que nos
alejábamos de UB veíamos paisajes magníficos, estepas interminables, la silueta
redonda de alguna tienda mongol y rebaños de cabras y ovejas que caminaban
libremente por los campos sobrepastoreados de fin de verano.
Ni un solo árbol había
desfilado ante nuestros ojos, raramente un verde diferente parecía teñir alguna
ladera sembrada, y el único alambrado visible era el que corría paralelo a las
vías.
Nuestra amiga mongol
deambulaba por los vagones visitando amigos que, como ella, volvían a la
universidad; práctica que no constituye un privilegio exclusivo de viajeros
frecuentes, ya que la posibilidad de socializar con otros pasajeros es un
programa usual en el transiberiano, donde no es necesario compartir un idioma
para comportarse como un buen vecino, ni para ofrecer y recibir atenciones.
Al anochecer, cuando las
imágenes se volvieron difusas y el pasillo se fue vaciando, nosotros
desplegamos sobre la mesa del camarote un delicioso pic nic: sopa de verduras, salmón
del mar del norte, vodka ruso y un
excelente te verde de china, comprados esa mañana en un supermercado de UB
junto con varias botellas de agua mineral, debido a que a bordo del tren sólo
se cuenta con un samovar que provee a los viajeros de inagotable agua caliente.
Cerca de la medianoche
tuvimos los controles fronterizos, el más riguroso fue el del ingreso a Rusia,
donde subieron varios uniformados supervisados por una funcionaria muy
condecorada y no dejaron hueco sin revisar.
Fue como estar inmersos en
una vieja película de la guerra fría, en la que un severo policía que hablaba
en ruso, nos ordenó permanecer de pie frente a él durante un tiempo que parecía
interminable para chequear el pasaporte y escanearnos minuciosamente con sus
propios ojos en un operativo que finalizó después de las 2 de la mañana.
Volví a trepar a la cama
para dormir acunada por el zarandeo del tren, hasta que me
despertó un delicioso desayuno y un paisaje que no me podía perder, porque
avanzábamos en medio de espesos bosques y típicas casas de madera con las
leñeras atiborradas de troncos para el invierno.
Estábamos rodando por Siberia, el lejano
destino imaginado por Julio Verne para Miguel Strogoff y, mientras miraba
distraída por la ventana los árboles que se iban espaciando, me sorprendió la
visión deslumbrante del lago Baikal, el inmenso reservorio de agua dulce
declarado por UNESCO patrimonio de la humanidad, que fue durante un trecho
prolongado nuestro compañero de viaje.
24 horas después de nuestra partida hicimos pie
en Irkutsk y vimos alejarse al Transiberiano en su largo viaje hasta Moscú.
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