jueves, 21 de enero de 2016

Transiberiano

Hop-On  Hop-Off en el Transiberiano:



Llegamos a Ulan Bator, la capital de Mongolia, con la intención de viajar en el Transiberiano hasta Rusia; una experiencia que Carlos me propusiera al poco tiempo de conocernos y que varios años después estábamos a punto de realizar.
Nuestra aventura empezó antes de llegar a la estación donde había autos estacionados en tres filas, jóvenes con enormes mochilas zigzagueando entre los paragolpes, gente con mucho equipaje tratando de llegar al andén, y nosotros intentando comunicarnos con el conductor del taxi que, con la calma y amabilidad que los caracteriza, dio a entender que era mejor esperar.
Arribamos al tren con nuestro pasaje mongol en el que lo único comprensible eran los números, de modo que ubicamos sin dificultad vagón y camarote. Allí conocimos a nuestras compañeras de viaje: dos jóvenes universitarias que estudiaban en Moscú, a las que estaban despidiendo sus respectivas familias.



Una de ellas, encantada de conocer viajeros llegados del otro lado del mundo, se convirtió inmediatamente en nuestra cicerone.
Tenía todos los tips necesarios para hacer un buen viaje, y lo único que parecía no entender es la razón que motiva a los extranjeros a pasar parte de sus vacaciones en un tren en el que ellos viajan por necesidad.
A medida que nos alejábamos de UB veíamos paisajes magníficos, estepas interminables, la silueta redonda de alguna tienda mongol y rebaños de cabras y ovejas que caminaban libremente por los campos sobrepastoreados de fin de verano.
Ni un solo árbol había desfilado ante nuestros ojos, raramente un verde diferente parecía teñir alguna ladera sembrada, y el único alambrado visible era el que corría paralelo a las vías.


Nuestra amiga mongol deambulaba por los vagones visitando amigos que, como ella, volvían a la universidad; práctica que no constituye un privilegio exclusivo de viajeros frecuentes, ya que la posibilidad de socializar con otros pasajeros es un programa usual en el transiberiano, donde no es necesario compartir un idioma para comportarse como un buen vecino, ni para ofrecer y recibir atenciones.
Al anochecer, cuando las imágenes se volvieron difusas y el pasillo se fue vaciando, nosotros desplegamos sobre la mesa del camarote un delicioso pic nic: sopa de verduras, salmón del mar del norte,  vodka ruso y un excelente te verde de china, comprados esa mañana en un supermercado de UB junto con varias botellas de agua mineral, debido a que a bordo del tren sólo se cuenta con un samovar que provee a los viajeros de inagotable agua caliente.


Cerca de la medianoche tuvimos los controles fronterizos, el más riguroso fue el del ingreso a Rusia, donde subieron varios uniformados supervisados por una funcionaria muy condecorada y no dejaron hueco sin revisar.
Fue como estar inmersos en una vieja película de la guerra fría, en la que un severo policía que hablaba en ruso, nos ordenó permanecer de pie frente a él durante un tiempo que parecía interminable para chequear el pasaporte y escanearnos minuciosamente con sus propios ojos en un operativo que finalizó después de las 2 de la mañana.
Volví a trepar a la cama para dormir acunada por el zarandeo del tren, hasta que me despertó un delicioso desayuno y un paisaje que no me podía perder, porque avanzábamos en medio de espesos bosques y típicas casas de madera con las leñeras atiborradas de troncos para el invierno.



Estábamos rodando por Siberia, el lejano destino imaginado por Julio Verne para Miguel Strogoff y, mientras miraba distraída por la ventana los árboles que se iban espaciando, me sorprendió la visión deslumbrante del lago Baikal, el inmenso reservorio de agua dulce declarado por UNESCO patrimonio de la humanidad, que fue durante un trecho prolongado nuestro compañero de viaje. 
24 horas después de nuestra partida hicimos pie en Irkutsk y vimos alejarse al Transiberiano en su largo viaje hasta Moscú.

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