jueves, 29 de diciembre de 2016

Con un pie en Alemania y otro en Francia.



Nuestro viaje bilingüe comenzó en Dusseldorf donde en compañía de una amiga local visitamos las calles de la moda, recorrimos la ciudad vieja y celebramos el encuentro con una comida en el restaurante Zum Schiffche, en el que Napoleón, su más recordado comensal, dejó una frase muy festejada por sus clientes: “Todas las revoluciones comienzan en el estómago“.
Entendí perfectamente a que se refería cuando vi llegar a nuestra mesa una pierna de cerdo cruzada por un cuchillo, que ordenara mi marido en homenaje al famoso general.   






También conocimos Kaiserwerth, el encantador pueblito donde vivió Barba Roja y en el que, en una muestra de fidelidad a las viejas cartas de ruta, compramos el mapa sobre el que proyectamos el recorrido. 
En el aeropuerto de Dusseldorf alquilamos un auto, demasiado veloz para mi gusto, con el que llegamos en tiempo record hasta la ciudad de Metz (Francia), y en menos que canta un gallo salimos a caminar por la ciudad vieja para visitar la catedral de Saint Etienne. Una imponente iglesia gótica emplazada sobre el antiguo santuario de San Esteban, milagrosamente salvada del paso arrasador de los Hunos de Atila. 





Impactada por la belleza y las dimensiones de los vitrales me detuve para apreciar el rosetón y los ventanales laterales, y descubrí con sorpresa algunos diseños de Marc Chagall, cómodamente instalados entre los originales del Siglo XVI.
Después de un día de viaje merecíamos una buena comida y, habituados a este tipo de recompensas, buscamos en Tripadvisor los restaurantes cercanos al hotel.  Elegimos El Theatriz, ubicado en la Place du Comedie, del que sólo nos separaba un viejo puente sobre el río Mosell.
Las exhibición de distinciones obtenidas por la Cuisine du Marché del lugar lo hacía muy interesante y, deseosos de conocer los platos estrella, optamos por un menú degustación compuesto por deliciosas Tartines de hortalizas de estación y la clásica Quiche Lorraine, sin olvidar el plateau de fromages y el  vino de Alsacia. 






Metz no es una ciudad que se duerme en los laureles, es la cuna de la ecología urbana y, como sede de la Universidad de Lorraine tiene una movida joven y un espíritu innovador.
También alberga un magnífico Centro Pompidou, que recibe al público con el sonido de cuencos que se desplazan sobre una fuente y crean una atmosfera que predispone a disfrutar de la visita. Allí vimos la exposición Leiris & Co con documentos y obras de artistas de su tiempo: Joan Miró, Alberto Giacometti, Wifredo Lam, Francis Bacon, y deliciosos dibujos y oleos de Picasso sobre una de las pasiones que compartían: las corridas de toros.




El día de nuestra partida acudimos al mercado para seleccionar el contenido de nuestra canasta de picnic. Allí observamos la esmerada selección que hacen los clientes en su compra, y siguiendo sus pasos preparamos un apetitoso almuerzo de campaña, que se vio coronado por una porción de cheesecake, obsequio de unos simpáticos queseros.
El siguiente destino fue Estrasburgo donde instalados en la Petite France, un barrio encantador, nos sumamos al raudal de peatones que animan la cosmopolita Grand Rue. Caminamos sobre los pequeños puentes que cruzan los canales sobre el rio Ill, nos perdimos entre las típicas casas alsacianas y visitamos la Catedral de Notre Dame, orgullo de la región.



Durante la visita a esta monumental catedral gótica nos sorprendió ver un rosetón ornamentado con espigas de trigo, símbolo del fruto del trabajo del hombre, y cientos de imágenes que parecen salir de los muros. Pero sin duda lo más extraordinario fue contemplar, encumbrado sobre edificios que no logran opacar su majestuosidad, el campanario al que Victor Hugo calificó como “Un prodigio de grandeza y delicadeza“.
En Estrasburgo la gastronomía es un componente esencial de la identidad,  es la cuna del Foie Gras, especialidad a la que hicimos todos los honores: lo comimos en ensaladas y con tostadas en almuerzos ligeros, y salteado en vino tinto o grillado en comidas más suculentas.
Por su parte, el vino blanco de la región es un ingrediente destacado en las recetas tradicionales, aunque yo lo prefería servido en las típicas copas alsacianas, en las que también se aprecian el aroma y el color. 





No podíamos partir de Estrsdburgo sin comprar algunas latas de Foie d'Oie y un tradicional delantal de cocina, para que actúe como amuleto inspirador.
Desde allí emprendimos la ruta del vino de Alsacia. Recorrimos bellas aldeas cuyos nombres tienen tantas letras que me resultaban impronunciables, y vimos muchos viñedos en los que el verde de las vides alterna con el color de los lirios que florecen en los cabezales.
También hicimos una visita especial a Eguisheim, una localidad que adquirió popularidad tras ser distinguida como una de las más lindas de Francia. Es realmente primorosa! Tiene espléndidas vistas e impecables viviendas alsacianas, en las que abundan las flores con las que cada propietario parece dar rienda suelta a su creatividad.




Al comienzo del recorrido tuve la sensación de estar en un lugar conformado para el turismo, sin embargo a poco de andar encontré a  varios lugareños ocupados en sus actividades cotidianas, a buen resguardo de la oleada de curiosos visitantes.
Un camino acaracolado nos condujo hasta la iglesia consagrada a León IX, el Papa Alsaciano. El templo lucía como el sitio ideal para tomar un descanso, hasta que el clima de recogimiento se vio interrumpido por la estruendosa llegada de varios motoqueros equipados como si fueran a las cruzadas. Todo volvió a la normalidad cuando, despojados de sus corazas, se acercaron al altar con el candor de un niño en su primera comunión.
Finalizada la visita retomamos las magníficas autopistas alemanas, esta vez rumbo a Friburgo, punto de partida del recorrido por la Selva Negra.



Allí visitamos la famosa Catedral, cuyas agujas góticas resultaron más eficientes que el GPS para guiarnos hasta nuestro destino. No podíamos dejar de admirar la grandiosa torre de la fachada y los vitrales que, financiados en la Edad Media por el Gremio de Artes y Minería, lucen inalterables.
Llegamos precisamente en un día de feria y la plaza estaba abarrotada de productos de las huertas cercanas, un lujo muy apreciado por los amantes del buen comer, entre los que nos incluimos.
La ciudad de Friburgo está considerada la puerta de entrada a la Selva Negra y desde allí salimos con rumbo a Baden Baden, aunque entre ambos puntos seleccionamos algunos lugares de interés: el primero fue Titisee, una aldea rodeada de bosques, que lucía como salida de un cuento, donde nos detuvimos para tomar un descanso frente al lago y probar la afamada charcutería regional.




Otra de las elegidas fue Triberg, una ciudad conocida por los Relojes Cu Cu, algunos de dimensiones tan generosas que hubiéramos podido salir personalmente a anunciar la hora.
Estacionamos muy cerca del Ayuntamiento y tuvimos la suerte de presenciar una boda. Vimos llegar a los amigos de los novios vestidos con atractivos trajes tradicionales, que contrastaban con sus teléfonos y demás complementos muy siglo XXI, sin eclipsar su orgullo regional. 
Continuamos por caminos de gran belleza en los que vimos bosques, senderos cubiertos de flores silvestres y mansiones en lo alto de las montañas con laderas pobladas de viñedos.




En el trayecto cruzamos numerosos viajeros. Sin embargo, el encuentro más sorprendente fue una incontable caravana de camiones Scania, en la que vimos rodar desde el primer vehículo fabricado por la empresa sueca, hasta el último y más sofisticado de los modelos. Todos inmortalizados por fotógrafos apostados detrás de los guarda rail, estratégicamente ubicados en las curvas que ofrecían las mejores perspectivas.

Afortunadamente circulábamos el en sentido opuesto y tuvimos el privilegio de ver desfilar ante nuestros ojos un valioso testimonio de la historia automotriz.
De paso por Ebersteinburg, destino elegido para practicar senderismo, cruzamos un control vial muy original: un semáforo que mostraba una cara triste cuando algún vehículo excedía la velocidad permitida, y una cara sonriente cuando circulaban a la velocidad autorizada. 






Finalmente llegamos a Baden Baden, una ciudad lujosa desde sus mansiones y jardines hasta el empedrado de las calles. Allí pasamos un fin de semana inolvidable, con buena música,  excelentes restaurantes y hasta  un simpático paseo por el Hipódromo, para presenciar la famosa Carrera Internacional Baden 












lunes, 19 de septiembre de 2016

CroniCucas de Marruecos: A todo color!

Marrakech: una fiesta de perfumes y sabores



Llegamos a Marrakech con el desconcierto que provocan varias horas de vuelo, tediosas escalas y horarios diferentes, pero con los ojos vigilantes para descubrir nuestros nombres entre la espesura de carteles apostados en el hall de arribos.
Era casi medianoche cuando nuestro taxi se detuvo en una calle en reparación, desde donde seguimos rodando valijas por una vereda en la que los resultados del fútbol europeo tronaban dentro de un café.




El panorama no parecía muy alentador. Sin embargo, muy cerca de allí leímos “Riad Turquoise” sobre una puerta de madera que, al abrirse, nos descubrió un escenario inesperado pleno de luz y color. Así comenzamos  a conocer y a disfrutar Marrakech.
Los Riad son viviendas tradicionales marroquíes que tienen jardines internos, con cítricos y fuentes de agua fresca, alrededor de los que se encuentran las habitaciones. Muchas de estas casas operan como pequeños hoteles dentro de la Medina.





Nuestro Riad era realmente encantador. Haciendo honor a su nombre estaba decorado en turquesa, y cada rincón era una invitación al relax. Ni lerdos ni perezosos aceptamos el convite y, entre mullidos almohadones, té de menta y deliciosas masitas especiadas, hicimos del aburrido tramite del check in una charla de amigos.
En nuestro primer paseo por Marrakech, el jaleo y el sonido de los tambores nos guiaron sin tropiezos hasta el lugar más concurrido y emblemático de la ciudad: la Plaza Yamaa el Fna, que aunque haya perdido a los narradores de cuentos que tantos años la frecuentaron, sigue dando testimonio de su historia y costumbres y ha sido declarada Patrimonio Oral de la Humanidad. 





Fue una feliz introducción y una referencia oportuna para un programa muy divertido: recorrer el laberíntico Zoco, donde el colorido, los perfumes y la variada oferta de artesanías nos hacían sentir en el país de las maravillas.
Precisamente allí se nos prendió como un abrojo un joven llamado Abdul, con el firme propósito de llevarnos sin pausa hasta un publicitado local de alfombras. Aunque nunca imaginó que ese corto recorrido le resultaría una tarea agotadora, porque mientras nuestros maridos intentaban seguir sus pasos sin ofrecer demasiada resistencia, mi amiga Rosie y yo nos deteníamos frente a las tiendas repletas de objetos imperdibles y tomábamos desvíos inesperados.







Llevábamos algún tiempo ejercitando el ineludible regateo del mercado cuando Abdul, en un intento por acelerar la marcha, se hizo cargo de las negociaciones y, dejándonos fuera de juego, alcanzó el precio final en un abrir y cerrar de ojos. Fue la estrategia acertada para terminar en la tienda de alfombras, un lugar fascinante al que nunca entró un rayo de sol, pero que lucía colmado de colores en un despliegue de alfombras que parecía no tener fin.


Las terrazas de los cafés de los alrededores de la plaza nos resultaron el refugio ideal para tomar un refresco y hacer una pausa en el incesante deambular por las callecitas del mercado, aunque otra opción tentadora era regresar en un coche de caballos.
Tuvimos la suerte de dar con un cochero amable y orgulloso de pertenecer a esta ciudad, y con él dimos un largo paseo. Apoltronados en su carruaje, atravesamos las monumentales puertas de la muralla bajo la atenta vigilancia de las cigüeñas que anidan en lo alto de los muros; rodeamos los jardines de Majorelle, un estallido de verdes que contrasta con la aridez de los paisajes cercanos; curioseamos la construcción del Museo de Ives Saint Lauren, el genial diseñador que reflejó en sus creaciones el colorido de la ciudad; bordeamos el Palacio Real en toda su extensión, y completamos el recorrido por calles menos glamorosas, colmadas de almacenes, cerrajerías y viviendas deslucidas, que esconden como un tesoro sus patios tapizados de mosaicos decorados.  



Nuestro paseo terminó a pocos pasos del Riad Turquoise, donde compartimos un reconfortante té de menta y una entretenida charla con el gerente, un francés con un apego contagioso por Marrakech y un interés común por la buena cocina.
Por ser Marruecos un país generoso en especias, teníamos especial interés por explorar su gastronomía. Comimos en pequeños y concurridos cafés y en restaurantes  más sofisticados, y probamos las versiones más variadas de nuestros platos favoritos: el Tagine, cocción en un hornito de barro cuya tapa remata en chimenea, y las Pastillas, pasteles salados de deliciosa masa filo.





Muy cerca de nuestro Riad se encontraba el antiguo restaurante Dar Salam, un lugar tradicional, ornamentado con azulejería morisca e importantes luminarias, y amenizado con música y danzas tradicionales. Para nuestra sorpresa nos ubicaron en la mesa elegida por Alfred Hitchcock para filmar una secuencia de El hombre que sabía demasiado, con Doris Day y James Stewart. La carta mantenía la clásica oferta de especialidades marroquíes que hicieran las delicias de aquellos estelares comensales y, después de tantos años, las nuestras también.
Otra incursión gastronómica digna de recordar fue la del Restaurante Al Fassia Aguedal. Tiene un elegante comedor con mesas primorosamente vestidas que lucían muy atractivas, sin embargo, la ilusión de gozar de una fiesta de sabores rodeados de un jardín típicamente marroquí nos pareció la opción ganadora. 



El menú ofrecía una versión refinada de platos tradicionales sumamente tentadores, y nuestra mesa se fue colmando de exquisiteces que compartimos con nuestros amigos. Nos deleitamos con Pastillas de pollo con almendras y  variedad de Tajine, entre los que mis preferidos fueron el de carne con echalotes y frutos secos y el de pollo con aceitunas y confit de limón. Además, entre copa y copa coronamos el banquete con la famosa patiserie marroquí.



Nuestra habitual curiosidad nos animó a alejarnos de Marrakech para conocer Esauira, una atractiva ciudad portuaria sobre la costa atlántica, blanca y apacible. Allí exploramos la pequeña medina, dentro de cuyos muros los artesanos ofrecen su mercancía con una paciencia y amabilidad sorprendentes. Trepamos escaleras bastante empinadas para refugiarnos en las terrazas de viejos cafés en busca de algún soplo de brisa marina y terminamos la visita con un recorrido fuera de los muros, por donde la ciudad se ha extendido sin perder su estilo. Nos encantó!!



En una segunda escapada, esta vez con espíritu de aventura, partimos con Housine, un experimentado chofer y en ocasiones un buen guía, en dirección al Gran Atlas. La ruta que en sus inicios se asemejaba a un apacible paseo entre montañas bajas, campos de olivo y valles sembrados de trigo, fue trepando hasta enfrentarnos con precipicios de vértigo y curvas que parecían no tener fin.
Cuando el mareo me daba respiro podía apreciar las atractivas villas bereberes, cuyas casas de barro parecían trepar por la ladera de las montañas. 



Recuerdo el impacto que me produjo la belleza de esos pequeños poblados de paredes y techos de tierra colorada que resplandecían bajo el sol. Yo estaba encantada con la idea de alojarnos en una de esas viviendas hasta que, al llegar a Les Gorges, comprobé apenada que el romántico hostal que había imaginado del otro lado del camino, era un austero hospedaje con el único atractivo de una magnífica vista a los escabrosos muros de la garganta.
 A la hora de la cena, el dueño del albergue, que desempeñaba con destreza todos los requerimientos hoteleros, nos ofreció un enorme tazón de sopa y un Tagine de verduras de su propia huerta que, para su sorpresa, acompañamos con vino Borgoña, regalo de un divertido bon vivant francés que conocimos en Marrakech, una bebida poco frecuente en el lugar, a juzgar por el asombro que produjo en el grupo de  escaladores canadienses en su cita anual en Les Gorges.




El recorrido por la Ruta de las Mil Kasbas fue un interesante repaso por un pasado no tan lejano del que dan testimonio numerosas fortificaciones de tierra cruda, antiguas sedes administrativas y militares.
Visitamos la Kasba de Taourirt, que luce las características almenas triangulares de las murallas  bereber. En su interior se conservan muy pocos decorados, aunque los techos Tataui, construidos con ramas de laurel de jardín, lucen atractivos a pesar del abandono del lugar.
Estuvimos en varias Kasbas pero, en mi opinión, ninguna puede compararse con Ait Ben Haddou, un bellísimo pueblo fortificado con edificios de arcilla y piedra, donde trepamos hasta la torre más alta para disfrutar de la mejor vista del valle del Todgha. Es una de las Kasbas en las que mejor se conservan los decorados originales y ha sido declarada por UNESCO Patrimonio de la Humanidad.



También visitamos el Valle de las Rosas, un extenso jardín de rosales colmados de flores con las que se elaboran adornos, perfumes y una variedad insospechada de cosméticos que abarrotan las estanterías de los comercios.
Allí todo luce color de rosa y hasta los taxis adoptaron el color distintivo de esa encantadora ciudad, en la que Pink Panter se sentiría como en su casa.  
El camino de regreso nos proporcionó nuevas sorpresas: presenciamos la mudanza de  familias nómades que buscaba un lugar propicio para el pastoreo de sus animales, una labor en la que todos tenían asignada alguna tarea. No sé si la de los más pequeños era el cuidado de las mascotas o a la inversa, pero nadie parecía disfrutar como ellos de esa aventura.





También vimos el lavado de alfombras en el rio, una antigua costumbre a cargo de las mujeres. Las mayores y más robustas, azotan con fuerza las alfombras que van sacando del agua, mientras que las más jóvenes trepan con agilidad para tenderlas en las barandas de los puentes. El contraste generacional quedó en evidencia cuando las lavanderas, molestas por nuestra presencia no permitieron que tomáramos fotos, mientras que las jóvenes posaban con gracia para salir en las redes sociales. En el tramo final de nuestro viaje volvimos a transitar las cumbres del Atlas y sus temerarios precipicios, aunque esta vez con menos miedo y muchas ganas de llegar para disfrutar de la última noche en Marrakech.

XTIN

viernes, 6 de mayo de 2016

Buzios All Inclusive

Desde que adoptamos Emirates como línea aérea favorita para viajar a Brasil, llegamos a Buzios de madrugada, cuando todo duerme, y la ruta principal extrañamente vacía nos permite llegar en tiempo récord a la cama para recobrar el sueño perdido.



Hospedados en una espléndida casa Buziana, que balconea sobre el mar desde lo alto de la Bahía de Ferradura, adoramos despertar con cielo despejado y la proa de los barcos de pescadores apuntando al mar abierto. Pero si acaso nos sorprende el repiqueteo de la lluvia en la ventana, siempre queda la esperanza de consultar al Weather Channel alternativo: Antonio, el heladero de los enormes rulos negros, amigo de la casa, y un empedernido optimista que siempre avizora días de sol.
En Buzios todo es posible, lluvia de noche, nubarrones al amanecer y un sol que asoma tímidamente hasta convertirse en una firme invitación a disfrutar de la playa, donde tenemos un espacio propio con las reposeras siempre dispuestas a recibirnos.



La casa es encantadora desde su puerta de entrada, en la que escenas con mitos y leyendas pintadas por una artista buziana en ocasión de una boda familiar, dan una bienvenida de cuento de hadas. Su interior es tan transparente como para fraternizar con el exuberante paisaje que la rodea, y tan íntimo como para proteger la privacidad de sus ocupantes.
Allí no hay reglas establecidas, sin embargo, a las 5pm tenemos una cita a la que acudimos con galas veraniegas, el almuerzo, en el que con una cocina ecléctica
los dueños de casa mantienen bien alto el prestigio alcanzado, con platos que enaltecen los productos locales: cavaquinhas que crujen entre nuestros dedos cuando buscamos la carne; tentadoras fuentes de camarao crocante; pez olho do cao dorado a la llama con salsa de alcaparras, la especialidad del dueño de casa; pez namorado en los ceviches; frangos do primo canto pequeños y crujientes; abóbora rellena de queso catupiri. Todos muy festejados por huéspedes que comparten la vocación gourmand con los anfitriones, y celebran su maridaje con buenos vinos y excelente champagne.


En Buzios vivimos cada día como un festejo, que comienza con la más increíble vista de la bahía frente a una apetitosa mesa de desayuno. Tan estimulante que inspira conversaciones dignas de una charla TED. Es el momento erudito del día y el inicio de una movida que remata en un continuado de cine y series sin horario de cierre.
El ritmo playero merece un capítulo aparte. Tiene programas para todos los gustos. Hacemos placenteras caminatas por la bahía que, dada la popularidad de nuestros amigos, suelen tener varias escalas: el rande-vous a una vendedora de cocos que, por tradición familiar, tiene notable destreza con el machete; una tentadora parada frente al Rei do Milho que con astucia marketinera ploteó en su carroza las bondades nutricionales del choclo; otras pausas para compartir una brochette de queijo na brasa, tomar una cerveza o saborear un helado; curiosear los nuevos modelos de camisas, anteojos y sombreros; y, mi escala favorita, la elección de bikinis en la boutique ambulante de Lía, una simpática costurera que exhibe sus creaciones ensartadas en un palo de madera.


El regreso tiene rumbos variados. Algunos eligen caminar un buen trecho y nadar el tramo final para esquivar el sendero de las rocas. Nosotros formamos parte del equipo que cruza la bahía a nado, y llevamos un llamativo torpedo naranja (like Baywatch) para estar más visibles durante el trayecto.
El
esfuerzo es bien recompensado con una caipiroshka en la línea de llegada, un equivalente vernáculo a la subida al podio de los campeones.
Por otro lado, la puesta a punto de la flota de mar forma parte de los desvelos del dueño de casa, indiscutido jefe de mantenimiento y aficionado a los deportes náuticos. El es quien capitanea el crucero en el recorrido por las playas locales y en ocasiones se aventura por el mar océano para llegar hasta Arraial do Cabo.


Para quienes miran las grandes olas con recelo, los gomones son las embarcaciones disponibles para navegar por la ferradura, hacer ski y divertirse en sinuosos recorridos con la boia, para que los chicos reboten sobre el oleaje.
La jornada playera culmina con un evento que suma varias estrellas al All Inclusive: el copetín. A esa hora no hay visión más esperada que las bandejas contorneándose por la escalera repletas de apetitosos bocados, bajando al ritmo del tintineo de vasos llenos de caipiroshkas y licuados tropicales.


Es el lugar ideal para evocar el Buzios apacible de los primeros tiempos. Sin embargo, a muy poca distancia, todo se diferencia del pueblecito donde frecuentábamos bares y boutiques con pisos de arena. Cuando el pareo era la prenda habitual y las Hawaianas solo se diferenciaban por el color.
La Rua das Pedras se ha transformado en un paseo muy trendy en el que tengo algunos imperdibles: Sobral, Richard’s, Farm, y muchos otros que desde la vidriera tienen el mismo efecto que una nave nodriza.
En ocasiones regresamos cargados de compras. Otras veces hacemos visitas tardías con intención de comer una rica pizza de mozzarella de búfala en Capricciosa, un bife en Don Juan, tomar unos tragos en Havana o pasar por el tradicional Bar do Ze.


El puerto de pescadores es otro polo comercial y gastronómico encantador. Un lugar donde la naturaleza, las luces y el colorido de los Resto, conforman un escenario digno de visitar, que frecuentamos para deleitarnos con el excelente Beef tartare de Dona Jo.
En Buzios el tiempo no se pierde ni se detiene, se disfruta. Es sin duda el lugar ideal para gozar de unas vacaciones inolvidables.

domingo, 28 de febrero de 2016

De Mongolia a Siberia.


Una aventura del otro lado del mundo:
Arribamos a Ulan Bator (UB), la capital de Mongolia, después de hacer una escala en Estambul, que fue como la yapa del vuelo, porque nos permitió disfrutar de un fugaz recorrido por la ciudad, tener una visión panorámica desde lo alto de la torre Galata, y experimentar un placentero baño turco, programa ideal para afrontar el último tramo de un viaje que parecía interminable.



Mongolia tenía, para nosotros, el inquietante sabor de lo desconocido y exótico. En este país la mitad de la población es nómada y desplaza sus viviendas desmontables, llamadas Ger, en busca de pasturas naturales para sus rebaños de cabras y ovejas. También para los pequeños y ligeros caballos mongoles, descendientes de los que montaran Gengis Kan y sus temerarios guerreros, usados hoy por pacíficos pastores en su trabajo diario.
Deseosos de conocer de cerca esta forma de vida, partimos con nuestros intrépidos amigos cordobeses a aventurarnos por las estepas. 






Devoramos cientos de kilómetros en una antigua van rusa conducida por un avezado chofer, que no sólo nos llevó por la ruta que cruza Mongolia de un extremo a otro, sino que también nos hizo rebotar como melones conduciendo a campo traviesa. O mejor dicho, a estepa traviesa, donde no vimos ni árbol ni alambrado alguno.
A lo largo de nuestro periplo paseamos en camello, recorrimos la Reserva Natural Khogno Khan, visitamos el antiguo Monasterio Budista de Kharakhorum (antigua capital del Imperio Mongol), y disfrutamos de un día de spa en Tsenkher Hot Spring donde, después de un accidentado trayecto, nos encontramos con un paisaje más alpino que estepario.



Tuvimos la suerte de contar con un excelente guía mongol, buen conocedor de costumbres, historia y tradiciones de su pueblo. Con su ayuda pudimos conocer algunas familias nómadas e inmiscuirnos en su peculiar modo de vida.
Comimos el menú familiar bajo las estrellas y dormimos en los Ger, especialmente acondicionados para nosotros, con 6 camas dispuestas alrededor de una cocina que debíamos alimentar durante la noche para atenuar el frío.



UB nos impactó como una ciudad que crece y se moderniza sin perder su carácter ni olvidar su historia. En ella fraternizan el Palacio de Gobierno, sede del Parlamento Mongol; enormes construcciones del periodo soviet, como la del Partido Revolucionario del Pueblo; modernos edificios vidriados, similares a aquellos que resplandecen en las ciudades más importantes del mundo; y las tradicionales viviendas desmontables, que abundan en la periferia, y testimonian la transición entre dos estilos de vida.






Es una ciudad amigable con los turistas, y con un poco de paciencia conseguimos hasta los muy solicitados pasajes para viajar en el famoso Transiberiano, la red ferroviaria de más de 9.000 km que une Rusia, Mongolia y China.
Arribar al tren no fue tarea fácil debido a que, además de cientos de pasajeros en busca de sus cabinas, había familias enteras despidiendo a jóvenes estudiantes que, finalizadas sus vacaciones de verano, volvían a diversas universidades rusas para iniciar un nuevo ciclo lectivo.
Nuestro tren  era de origen ruso, todos los vagones tenían camarotes para 4 personas y el único servicio disponible era la provisión de abundante agua caliente en los samovar ubicados en los extremos del pasillo. 






Nuestras compañeras de cabina eran dos jóvenes mongolas que estudiaban en Moscú y, aunque no estuvieron mucho tiempo en el camarote porque iban y venían por los vagones visitando a sus amigos y compañeros de facultad, su experiencia en estos viajes nos resultó muy útil.
La vida social del transiberiano transcurre en los pasillos y en las puertas abiertas de los camarotes, donde turistas y locales intercambian experiencias, recomendaciones de viaje, y se interesan por el origen de sus ocasionales compañeros. Nuestro país, por lo lejano, parecía estar en el Top Ten de la curiosidad de los mongoles.





Desaparecidos los últimos rayos de sol, desplegamos sobre la mesa deliciosos productos especialmente seleccionados en un supermercado de UB y brindamos con vodka ruso como para ponernos en clima. La atmósfera era apacible hasta que, cerca de la medianoche, el tren se detuvo para cumplir con los trámites migratorios de ingreso a Rusia.
Fue la experiencia más estresante del viaje cuando, demorados en medio de la nada, pasaron a retirar los pasaportes de todos los pasajeros y, luego de revisar minuciosamente las cabinas, un funcionario con cara de pocos amigos que solo hablaba ruso nos fue llamando uno por uno y, haciéndonos parar frente a él en un tiempo que parecía interminable, verificaba nuestros datos antes de sellar el ingreso.
Una vez pasado el mal trago retomamos la marcha y dormimos plácidamente hasta que la luz del día y la visión deslumbrante del lago Baikal nos hicieron saltar de la cama. 






Después de viajar 24 horas en el Transiberiano, bajamos en la ciudad de Irkutsk, con la que tuve un amor a primera vista: me encantaron sus antiguas casas de madera, la Catedral de Epifanía, la Capilla del Ícono de la Madre de Dios de Kazan, la costanera del río Angara, el monumento a los caídos en la 2da guerra mundial y el Monasterio Znamensky. Sin embargo, esta ciudad que fuera el centro de la vida intelectual y social de Siberia, tiene mucho más para ofrecer.
Alojados en un primoroso hotel boutique ubicado en el barrio histórico, todo lo que nos rodeaba parecía acercarnos al espíritu romántico de la antigua Rusia: las típicas casa de madera que se alineaban a lo largo de la calle, los jóvenes que ponían una nota de color yendo al encuentro de sus novias con un ramo de flores, y hasta las gotas de lluvia que rodaban sobre el vidrio de nuestro cuarto mientras escapábamos del chubasco. 




También nos sorprendieron ciertas resonancias de la época Soviet expuestas con humor, como la fachada del Café Lenin, con un logo muy Starbucks con su imagen en el centro, y el Restaurante Soviet Rassolnik, al que llegamos siguiendo las recomendaciones de Tripadvisor y en el que, además de tomar un buen Borsch y comer platos deliciosos como los Varenikes de papas y el Strogonoff de carne, acompañados con vino de Ucrania, hicimos un viaje en el tiempo hasta los años de apogeo de la URRS.
La ambientación del restaurante era imperdible: dos sillones, con la hoz y el martillo y retratos de los líderes soviet estampados en el tapizado, parecían darnos la bienvenida, el empapelado y los muebles del salón comedor evocaban los años 50, un enorme televisor antiguo mostraba series de la época, y dos músicos que tocaban el acordeón entre los comensales completaban un clima en el que no se había descuidado detalle, porque hasta las paredes de los baños tenían simpáticos grafitis con propaganda del antiguo régimen. 




Durante la temporada estival la mayoría de las salas de concierto están cerradas. Sin embargo no fue difícil improvisar otros programas porque, siendo Siberia una región de largos inviernos, sus habitantes disfrutan mucho de los espacios públicos en los días luminosos de verano, y nosotros aprovechamos el ambiente festivo para sumarnos  en varios paseos por la ciudad.
En estos recorridos descubrimos estupendas mansiones de arquitectura europea, construidas por comerciantes prósperos de principios del siglo XIX, magníficas iglesias en las que, siguiendo sus costumbres, encendimos varias velas, y encantadoras parejas de novios fotografiándose en los jardines para inmortalizar el feliz día de su boda. 





También visitamos interesantes museos conmemorativos, como la casa Volkonsky, que fuera el centro de la vida social de la ciudad entre 1845 y 1856 y donde pudimos apreciar el refinamiento que aportaron a estas lejanas tierras los aristócratas e intelectuales de la Rusia imperial, exiliados tras la revuelta decembrista de 1825. 
Llegado el momento de partir, no pude dejar de pensar que esta ciudad, incluida en nuestro plan de viaje simplemente por su cercanía con el lago Baikal, fue como un regalo inesperado del que nos llevamos el mejor de los recuerdos.