lunes, 19 de septiembre de 2016

CroniCucas de Marruecos: A todo color!

Marrakech: una fiesta de perfumes y sabores



Llegamos a Marrakech con el desconcierto que provocan varias horas de vuelo, tediosas escalas y horarios diferentes, pero con los ojos vigilantes para descubrir nuestros nombres entre la espesura de carteles apostados en el hall de arribos.
Era casi medianoche cuando nuestro taxi se detuvo en una calle en reparación, desde donde seguimos rodando valijas por una vereda en la que los resultados del fútbol europeo tronaban dentro de un café.




El panorama no parecía muy alentador. Sin embargo, muy cerca de allí leímos “Riad Turquoise” sobre una puerta de madera que, al abrirse, nos descubrió un escenario inesperado pleno de luz y color. Así comenzamos  a conocer y a disfrutar Marrakech.
Los Riad son viviendas tradicionales marroquíes que tienen jardines internos, con cítricos y fuentes de agua fresca, alrededor de los que se encuentran las habitaciones. Muchas de estas casas operan como pequeños hoteles dentro de la Medina.





Nuestro Riad era realmente encantador. Haciendo honor a su nombre estaba decorado en turquesa, y cada rincón era una invitación al relax. Ni lerdos ni perezosos aceptamos el convite y, entre mullidos almohadones, té de menta y deliciosas masitas especiadas, hicimos del aburrido tramite del check in una charla de amigos.
En nuestro primer paseo por Marrakech, el jaleo y el sonido de los tambores nos guiaron sin tropiezos hasta el lugar más concurrido y emblemático de la ciudad: la Plaza Yamaa el Fna, que aunque haya perdido a los narradores de cuentos que tantos años la frecuentaron, sigue dando testimonio de su historia y costumbres y ha sido declarada Patrimonio Oral de la Humanidad. 





Fue una feliz introducción y una referencia oportuna para un programa muy divertido: recorrer el laberíntico Zoco, donde el colorido, los perfumes y la variada oferta de artesanías nos hacían sentir en el país de las maravillas.
Precisamente allí se nos prendió como un abrojo un joven llamado Abdul, con el firme propósito de llevarnos sin pausa hasta un publicitado local de alfombras. Aunque nunca imaginó que ese corto recorrido le resultaría una tarea agotadora, porque mientras nuestros maridos intentaban seguir sus pasos sin ofrecer demasiada resistencia, mi amiga Rosie y yo nos deteníamos frente a las tiendas repletas de objetos imperdibles y tomábamos desvíos inesperados.







Llevábamos algún tiempo ejercitando el ineludible regateo del mercado cuando Abdul, en un intento por acelerar la marcha, se hizo cargo de las negociaciones y, dejándonos fuera de juego, alcanzó el precio final en un abrir y cerrar de ojos. Fue la estrategia acertada para terminar en la tienda de alfombras, un lugar fascinante al que nunca entró un rayo de sol, pero que lucía colmado de colores en un despliegue de alfombras que parecía no tener fin.


Las terrazas de los cafés de los alrededores de la plaza nos resultaron el refugio ideal para tomar un refresco y hacer una pausa en el incesante deambular por las callecitas del mercado, aunque otra opción tentadora era regresar en un coche de caballos.
Tuvimos la suerte de dar con un cochero amable y orgulloso de pertenecer a esta ciudad, y con él dimos un largo paseo. Apoltronados en su carruaje, atravesamos las monumentales puertas de la muralla bajo la atenta vigilancia de las cigüeñas que anidan en lo alto de los muros; rodeamos los jardines de Majorelle, un estallido de verdes que contrasta con la aridez de los paisajes cercanos; curioseamos la construcción del Museo de Ives Saint Lauren, el genial diseñador que reflejó en sus creaciones el colorido de la ciudad; bordeamos el Palacio Real en toda su extensión, y completamos el recorrido por calles menos glamorosas, colmadas de almacenes, cerrajerías y viviendas deslucidas, que esconden como un tesoro sus patios tapizados de mosaicos decorados.  



Nuestro paseo terminó a pocos pasos del Riad Turquoise, donde compartimos un reconfortante té de menta y una entretenida charla con el gerente, un francés con un apego contagioso por Marrakech y un interés común por la buena cocina.
Por ser Marruecos un país generoso en especias, teníamos especial interés por explorar su gastronomía. Comimos en pequeños y concurridos cafés y en restaurantes  más sofisticados, y probamos las versiones más variadas de nuestros platos favoritos: el Tagine, cocción en un hornito de barro cuya tapa remata en chimenea, y las Pastillas, pasteles salados de deliciosa masa filo.





Muy cerca de nuestro Riad se encontraba el antiguo restaurante Dar Salam, un lugar tradicional, ornamentado con azulejería morisca e importantes luminarias, y amenizado con música y danzas tradicionales. Para nuestra sorpresa nos ubicaron en la mesa elegida por Alfred Hitchcock para filmar una secuencia de El hombre que sabía demasiado, con Doris Day y James Stewart. La carta mantenía la clásica oferta de especialidades marroquíes que hicieran las delicias de aquellos estelares comensales y, después de tantos años, las nuestras también.
Otra incursión gastronómica digna de recordar fue la del Restaurante Al Fassia Aguedal. Tiene un elegante comedor con mesas primorosamente vestidas que lucían muy atractivas, sin embargo, la ilusión de gozar de una fiesta de sabores rodeados de un jardín típicamente marroquí nos pareció la opción ganadora. 



El menú ofrecía una versión refinada de platos tradicionales sumamente tentadores, y nuestra mesa se fue colmando de exquisiteces que compartimos con nuestros amigos. Nos deleitamos con Pastillas de pollo con almendras y  variedad de Tajine, entre los que mis preferidos fueron el de carne con echalotes y frutos secos y el de pollo con aceitunas y confit de limón. Además, entre copa y copa coronamos el banquete con la famosa patiserie marroquí.



Nuestra habitual curiosidad nos animó a alejarnos de Marrakech para conocer Esauira, una atractiva ciudad portuaria sobre la costa atlántica, blanca y apacible. Allí exploramos la pequeña medina, dentro de cuyos muros los artesanos ofrecen su mercancía con una paciencia y amabilidad sorprendentes. Trepamos escaleras bastante empinadas para refugiarnos en las terrazas de viejos cafés en busca de algún soplo de brisa marina y terminamos la visita con un recorrido fuera de los muros, por donde la ciudad se ha extendido sin perder su estilo. Nos encantó!!



En una segunda escapada, esta vez con espíritu de aventura, partimos con Housine, un experimentado chofer y en ocasiones un buen guía, en dirección al Gran Atlas. La ruta que en sus inicios se asemejaba a un apacible paseo entre montañas bajas, campos de olivo y valles sembrados de trigo, fue trepando hasta enfrentarnos con precipicios de vértigo y curvas que parecían no tener fin.
Cuando el mareo me daba respiro podía apreciar las atractivas villas bereberes, cuyas casas de barro parecían trepar por la ladera de las montañas. 



Recuerdo el impacto que me produjo la belleza de esos pequeños poblados de paredes y techos de tierra colorada que resplandecían bajo el sol. Yo estaba encantada con la idea de alojarnos en una de esas viviendas hasta que, al llegar a Les Gorges, comprobé apenada que el romántico hostal que había imaginado del otro lado del camino, era un austero hospedaje con el único atractivo de una magnífica vista a los escabrosos muros de la garganta.
 A la hora de la cena, el dueño del albergue, que desempeñaba con destreza todos los requerimientos hoteleros, nos ofreció un enorme tazón de sopa y un Tagine de verduras de su propia huerta que, para su sorpresa, acompañamos con vino Borgoña, regalo de un divertido bon vivant francés que conocimos en Marrakech, una bebida poco frecuente en el lugar, a juzgar por el asombro que produjo en el grupo de  escaladores canadienses en su cita anual en Les Gorges.




El recorrido por la Ruta de las Mil Kasbas fue un interesante repaso por un pasado no tan lejano del que dan testimonio numerosas fortificaciones de tierra cruda, antiguas sedes administrativas y militares.
Visitamos la Kasba de Taourirt, que luce las características almenas triangulares de las murallas  bereber. En su interior se conservan muy pocos decorados, aunque los techos Tataui, construidos con ramas de laurel de jardín, lucen atractivos a pesar del abandono del lugar.
Estuvimos en varias Kasbas pero, en mi opinión, ninguna puede compararse con Ait Ben Haddou, un bellísimo pueblo fortificado con edificios de arcilla y piedra, donde trepamos hasta la torre más alta para disfrutar de la mejor vista del valle del Todgha. Es una de las Kasbas en las que mejor se conservan los decorados originales y ha sido declarada por UNESCO Patrimonio de la Humanidad.



También visitamos el Valle de las Rosas, un extenso jardín de rosales colmados de flores con las que se elaboran adornos, perfumes y una variedad insospechada de cosméticos que abarrotan las estanterías de los comercios.
Allí todo luce color de rosa y hasta los taxis adoptaron el color distintivo de esa encantadora ciudad, en la que Pink Panter se sentiría como en su casa.  
El camino de regreso nos proporcionó nuevas sorpresas: presenciamos la mudanza de  familias nómades que buscaba un lugar propicio para el pastoreo de sus animales, una labor en la que todos tenían asignada alguna tarea. No sé si la de los más pequeños era el cuidado de las mascotas o a la inversa, pero nadie parecía disfrutar como ellos de esa aventura.





También vimos el lavado de alfombras en el rio, una antigua costumbre a cargo de las mujeres. Las mayores y más robustas, azotan con fuerza las alfombras que van sacando del agua, mientras que las más jóvenes trepan con agilidad para tenderlas en las barandas de los puentes. El contraste generacional quedó en evidencia cuando las lavanderas, molestas por nuestra presencia no permitieron que tomáramos fotos, mientras que las jóvenes posaban con gracia para salir en las redes sociales. En el tramo final de nuestro viaje volvimos a transitar las cumbres del Atlas y sus temerarios precipicios, aunque esta vez con menos miedo y muchas ganas de llegar para disfrutar de la última noche en Marrakech.

XTIN

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