Aterrizamos en Madrid pasadas las 7am con la sensación atemporal que provocan los vuelos trasatlánticos y, mientras buscábamos la puerta de embarque a Melilla, la jamoneria de Enrique Tomas nos salió al paso como una provocación difícil de resistir. Un sudoroso ibérico cortado a cuchillo y unas cañitas de cerveza nos animaron a abordar el vuelo al continente africano con una sonrisa de oreja a oreja.
Melilla es una ciudad española en el norte de África y, de camino a la frontera marroquí, un didáctico taxista nos paseó por barrios de arquitectura modernista perfectamente conservados, donde vimos dos estatuas de Franco que siguen en pie.
Nos despedimos de España y, rodando las valijas por un a pavimento averiado, pasamos el control migratorio de ingreso a Nador donde nos esperaba el chofer con su Land Cruiser, para dar inicio a la travesía marroquí que habíamos planeado.
El viaje comenzó por una agradable ruta costera hasta Alhucemas y, después de hacer pie en tres continentes, nuestra máxima pretensión era una rica cena y un buen descanso.

Estábamos a orillas del
Mediterráneo y las sardinas a la brasa eran un plato imperdible, lo saboreamos gracias a Yousef, un joven marroquí que conocimos en la pileta y que partió como un disparo en su Mercedes para comprarlas en la parrilla más renombrada.
Teníamos mucho Marruecos por delante y marchamos en dirección a Chefchaouen por el camino que atraviesa las montañas del Rif, en medio de un paisaje con tupidos bosques de cedros y de pinos, laderas aterrazadas preparadas para la siembra, pastores que cuidaban sus rebaños, y sencillas casas rurales que se destacaban por la originalidad de sus ventanas.
Con Chefchaouen tuve un amor a primera vista, el panorama de
una ciudad de color azul intenso me flechó desde lejos, y el entusiasmo fue en aumento a medida que nos acercábamos a nuestro destino.
Una vez en el Darech Chaouen, maisón d' hotes, cómodamente instalados en la pintoresca y confortable Suite Royal, sentí que me había zambullido sin ningún reparo en el ambiente amable de la ciudad.
El mercado de alimentos está fuera de la medina de Chaouen, de modo que las callecitas angostas y escalonadas de su interior lucen pulcras y bien dispuestas para exhibir una atractiva variedad de manufacturas locales. Las carteras y las babuchas de cuero tapizan las paredes de los comercios con una amplia paleta de colores, algunos logrados en las curtiembres, y otros producto de largas horas de sol sobre los frentes. La cestería y los textiles también forman parte de la oferta de artesanías tradicionales y, con un poco de paciencia, se pueden encontrar diseñadores que sorprenden por la originalidad de sus creaciones.
Además de los bazares, la Gran Mezquita, los jardines de la Kasba y la frescura que emana de la fuente de Ras el Maa, los olores de la cocina bereber y el perfume de las especias son una invitación muy tentadora a incursionar por los pequeños restaurantes de la medina.
Después de consultar TripAdvisor,
nuestra biblia gastronómica elegimos Beldi Bab Ssour, un simpático restó con precios populares y buena comida, donde nos deleitamos con una degustación de especialidades marroquíes y nos defraudó el tajine de verdura que sólo tenía zanahorias. Tomamos la falta de provisiones con humor y nos recompensaron con un delicioso queso de cabra acompañado de mermelada de moras. Una combinación que nos pareció magistral.
El regreso al hotel nos deparó una
sorpresa inesperada, porque a medida que nos alejábamos del restaurante, las calles nos resultaban irreconocibles. Con los bazares cerrados había perdidos mis puntos de referencia infalibles y caminaba a ciegas frente a muchas puertas anónimas.
Sin embargo nada palo podía suceder en este lugar encantador y, como en un acertijo, tratamos de rescatar la información necesaria para poder regresar: paredes con macetas de colores, alguna puerta decorada, la orientación de las escaleras, un tono azul más intenso, y finalmente el sonido del agua que
anunciaba la proximidad del puente que cruzamos para llegar al hotel.
Antes de entrar a nuestro cuarto nos detuvimos para contemplar nuevamente la ciudad azul que parecía deslizarse sobre la ladera.
Era una noche luminosa, y en ese entorno, recordé el villancico navideño mientras disfrutaba de una noche de paz.
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