lunes, 13 de febrero de 2017

Una escapada a la Isla de Elba

 Desde la vigorosa de Milán a la placidez del archipiélago toscano.


Solemos llegar Milán a finales de primavera o en los primeros días de otoño,  probablemente las épocas más propicias para disfrutar de una ciudad que tiene excelente reputación por las ferias y, que además de ser la capital comercial de Italia, cobija obras dignas de una visita.
Posee una de las catedrales católicas más imponentes: el famoso Duomo de Milano, cuyas agujas se elevan con elegancia hasta el que fuera el punto más alto de la ciudad, la estatua de la Madonina; el Castillo Sforzesco, antigua fortaleza que fuera palacio ducal y que hoy es museo; y Santa María delle Grazie, el convento que atesora en su refectorio la maravillosa
obra de Leonardo da Vinci: “La Ultima Cena”, que varios años atrás tuvimos el privilegio de visitar prácticamente en solitario.



En esta ciudad mi transporte favorito es el tranvía. Suelo tomar el quindici  en las proximidades de la Universidad Bocconi, para observar sentada frente a la ventana, los palazzos emblemáticos de Corso Italia en algunos de los que divisan estupendos jardines interiores.  

El viaje finaliza en Plaza Fontana, tan próxima a la Piazza del Duomo que en pocos minutos puedo disfrutar de la visión majestuosa de la catedral, y acariciar el bellísimo mármol rosado que recobró su esplendor con las obras de restauración de los últimos años. 




\A pocos pasos del Duomo se encuentra otro de mis lugares favoritos: la Galeria Vittorio Emanuele, donde es casi imposible no detenerse frente a las vidrieras repletas de artículos de lujo, ni dejar de admirar la magnífica bóveda de vidrio debajo de la que se detienen jóvenes parejas para pisar la imagen de un toro muy dotado, al que atribuyen el don de la fertilidad. 
Por la galería circulan habitualmente turistas variopintos: algunos son apasionadamente compradores y, cargan con tantas bolsas de marcas exclusivas, que no les queda ni una mano libre para inmortalizarse en las selfies; mientras que otros buscan simplemente pasear por ese bellísimo lugar y llevarse de recuerdo las fotos que capturan con el celular. 


Por su parte, los milaneses que no parecen dejar la galería a merced de los turistas, conservan un reducto en el que pisan fuerte los locales: el bar Camparino, donde se mantiene viva la tradición del aperitivo en la barra. Una costumbre a la que adherimos alegremente con un Camparino para mí y un Zucca para mi marido. Ambos son probablemente los aperitivos más vendidos, y la mayoría de los parroquianos mantiene inalterable su preferencia, con una fidelidad comparable a la que tienen por el Milan o la Juventus.



El centro histórico de Milán dentro del que también se encuentran el Teatro de la Scala y la sede del ayuntamiento, es además una de las zonas más fashion de la ciudad. Me gusta caminar a mi antojo por la Via della Spiga y la Vía Montenapoleone, donde además del lujo y la sofisticación de los negocios que exhiben las últimas tendencias, la elegancia de las calles aporta un plus de encanto y hace que el paseo resulte más placentero.
Todas las firmas relacionadas con la moda parecen dar el presente cerca de la Plaza del Duomo, entre ellas La Rinascente, elegida en 2016 la mejor tienda por departamentos del mundo, en la que hay tanto para ver que una sola visita siempre deja gusto a poco. Y hablando de gustos, nada mejor que llegar hasta el último piso, para gratificarse con los mejores productos de la gastronomía italiana, mientras se disfruta de una espléndida vista de las agujas de la catedral.



Muy cerca de Milán hay pequeñas ciudades como Bérgamo y Pavía que se pueden visitar por el día. Aunque esta vez con un poco más de tiempo nos aventuramos hasta  la Isla de Elba, en un viaje organizado por mi cuñada, que tiene amigos en los cuatro puntos cardinales.
Partimos en dirección a Livorno decididos a hacer del trayecto un relajante paseo. Avistamos el Rio Po, dimos una ojeada a la Ciudad de Génova desde arriba, y pasamos por las canteras de Carrara donde, al ver los bloques de mármol a la espera de un destino, recordé al genial Miguel Ángel y su búsqueda del mármol perfecto, aquel en el que imaginaba una obra cautiva que él se proponía liberar quitando todo lo que sobraba.


En Piombino abordamos el Ferry que nos llevó a Rio Marina, y una vez allí nos alojamos en una confortable casona rural cercana a un pueblo pesquero, donde nuestra primera misión fue investigar el mercado gastronómico local para elegir la mejor pesca del día.
La isla de Elba tiene playas muy diversas y estuvimos en varias, una de ellas con arena negra y agua totalmente transparente, tan solitaria que nos pareció el lugar ideal para hacer pic nic, nadar y relajarnos al sol; también frecuentamos las playas de Capo, mucho más concurridas y con buena infraestructura playera. 



Seguramente hubiéramos podido conocer muchas otras, aunque de las que vimos la más exótica fue la Piaggia delle Ghiaie, cubierta de piedras blancas con manchas negras similares a las de los perros dálmatas, sobre las que el color turquesa del mar lucia aún más intenso.
La isla tiene paisajes increíbles, pero además de las bellezas naturales posee tesoros que son el resultado de una larga historia de dominaciones, que dejó sus huellas y forjó la peculiar cultura de Elba: en Marciana, el más antiguo de los pueblos la isla, hay testimonios de las conquistas etruscas y romanas, mientras que en Porto Azurro, el fuerte español del siglo XVI conserva aún su porte de vigía. 


Sin embargo, el más popular de los sitios históricos es la magnífica Villa dei Molini, donde Napoledón paso sus 100 días de exilio. Allí recorrimos los aposentos que conservan su decoración original, y nos regocijamos con una divertida muestra de caricaturas con episodios de la vida del famoso general.
A juzgar por la belleza y las comodidades del Museo de la Residencia Napoleónica, su reclusión tuvo tantas prerrogativas que hoy provocarían  la envidia  de más de un político en apuros.


Finalizada la visita nos dirigimos a Marciana Marina, donde tuvimos la suerte de encontrar a una amiga local, que nos aconsejó un paseo por el casco antiguo.
Fue sin duda uno de los itinerarios más pintorescos, porque mientras trepábamos por un camino escalonado rumbo a la iglesia, y nos deleitábamos con el colorido de las casas y las flores, la calle se pobló de voces que tenían una musicalidad diferente. Era la hora en que las señoras hacen un paréntesis en las actividades hogareñas para charlar animadamente con sus vecinas. Algunas lo hacen cómodamente acodadas en la  ventana, y otras sentadas junto a la puerta, mientras sus manos no dejaban de moverse al ritmo de las agujas de tejer.
Era una escena entrañable y, aunque estuve tentada de retratarlas, no tuve la osadía de invadir un momento tan privado en el que todo lo que les importa estaba precisamente allí.



Atravesamos tantas veces la isla que los caminos sinuosos y las vistas al mar Tirreno nos resultaron familiares, hasta que en una de las travesías nuestro auto se detuvo sin remedio.
No hubiéramos podido elegir mejor lugar para tener un problema mecánico, porque todos los que pasaban nos daban algún consejo para salir del apuro. Finalmente llegó un joven que sólo dejó de hablar el tiempo necesario para escuchar el ruido del motor, después de lo cual puso manos en el asunto y, con la precisión de un relojero, saco una correa averiada. Afortunadamente mi cunada, que seguía con atención su meteórico discurso, logro que llamara a un auxilio mecánico y que le explicara la situación al amigo que nos esperaba con una opípara cena toscana, y que acudió para rescatarnos.


Una vez en su casa, mientras aguardábamos la llegada de los demás invitados, aprovechamos para explorar el jardín y conocer la capilla de la antigua mansión familiar. Fue un largo día que término de la mejor manera: entre gente simpatica y con un delicioso menú pensado para el lucimiento de los productos de la región.

Abordamos el ferry de regreso en Portoferraio, la capital de la isla, que conserva entre sus tesoros la magnífica fortaleza construida por Cosme de Medici, y el viaje fue el descanso que necesitábamos después de unas jornadas muy movidas.

El día de nuestra partida de Milán fuimos a tomar un aperitivo a los bares situados a orillas del Naviglio, donde los vermut italianos conviven con el Ron cubano, el Tequila mejicano y el Pisco peruano, en cocteles que llevan nombres y entonaciones de origen. Es el éxito de una propuesta que se convirtió en el motivo más popular de encuentro y celebración y, en esta oportunidad, de despedida. 


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