jueves, 29 de octubre de 2015

Caminando por la capital de Mongolia

Descubriendo Ulan Bator:


Arribamos al aeropuerto Ghinggis Khaan, de Ulan Bator (UB).
La simple visión de su nombre resultaba inquietante, por tratarse del gran conquistador Mongol que tuvo en vilo a buena parte de Asia, y en cuya defensa los chinos levantaron la gran muralla.
La ventanilla del avión fue como un catalejo para observar las estepas, y durante largo rato no quitamos los ojos de las enormes extensiones de verde amarillento, tratando de localizar las siluetas redondeadas de las viviendas nómades que, una vez en tierra, apreciaríamos en su verdadera dimensión.  


De camino al hotel, cuando ya estábamos algo inquietos por el confuso recorrido, llegamos a la av. Paz. Reconocimos su nombre entre indescifrables señales mongolas y, con ayuda del chofer, comprendimos que esa interminable avenida era la mejor referencia en una ciudad en la que incluso los automovilistas locales suelen tener dificultades para llegar a destino -detalle que no parece inquietar a nadie en un país en el que el 50% de población es nómade-.


Los mongoles son muy amables con los turistas, pero la barrera del idioma puede ser inexpugnable, de modo que la estrategia más efectiva para poder regresar al hotel fue recordar las fachadas y vidrieras del barrio.
Atentos a los puntos de referencia, llegamos a la plaza Sukhbaatar precisamente cuando un grupo de ancianos, vistiendo trajes típicos, se reunía junto a la estatua ecuestre de  Damdin  Sukhbaatar en lo que, a juzgar por los cálidos saludos y las animadas charlas, parecía un reencuentro de veteranos. Nosotros disfrutábamos observando la reunión de  hombres que parecían orgullosos de su estirpe, y de mujeres pequeñas y delicadas, que lucían con coquetería coloridos trajes de seda.


Alrededor de la plaza pudimos reconocer varios edificios de gobierno entre los que se destaca el majestuoso Parlamento Mongol, con una estatua de Gengis Kan de voluminosa anatomía, solemnemente sentado en lo alto de la escalinata.
También vimos edificios de estilo soviético; algunos importantes, como el del Partido Revolucionario del Pueblo de Mongolia, y otros modernos en cuyos vidrios se reflejan las construcciones tradicionales mongolas como en un simpático diálogo.


En la zona céntrica hay elegantes locales de marcas europeas que conviven con otros de artesanías tradicionales y de recuerdos, hay también artistas callejeros, lustrabotas y hasta algún emprendedor que, sentado en la vereda con una pequeña balanza de baño, se ofrece a pesar a los transeúntes por unos pocos tug. Es una ciudad que está cambiando amigablemente y en la que nada parece fuera de lugar.
Con intención de tomar un descanso en nuestro acalorado paseo, entramos a una de las grandes tiendas de la ciudad, y el breve paréntesis resultó un programa genial. Quedé embelesada con los locales que ofrecían excelentes prendas de cachemir mongol, y con un supermercado que, rebosante de productos de todas partes del mundo, puso en marcha nuestra fantasía para preparar la canasta de pic nic que llevaríamos al Transiberiano.


Aunque nuestra visita a UB fue breve, encontramos tiempo para conocer el Monasterio budista de Gandantegchinlin, al que llegamos por la mañana, en el momento mágico en que los monjes están consagrados a los cánticos y oraciones; son Budistas Tibetanos. Dentro de los templos, la cordialidad de los fieles, la cadencia de las ceremonias y el colorido de los ornamentos aportan un tono festivo que invita a plegarse a las celebraciones.
Me hubiera gustado permanecer más tiempo contemplando las obras que hicieran quienes predicaron allí las enseñanzas de Buda, pero nuestros amigos cordobeses nos esperaban para partir hacia las estepas, lo que resultó una aventura inolvidable.


A nuestro regreso necesitábamos un buen programa para celebrar la última noche en UB y, después de varios días de austera comida de campamento, elegimos premiamos con un delicioso menú en el Restaurante indio Hazara en el que, rodeados de una ambientación encantadora y en una romántica mesa para dos, tuvimos una despedida digna de un maharajá.

viernes, 16 de octubre de 2015

En las Estepas de Mongolia

Siguiendo el trote de Gengis Kan   



Llegamos a Ulan Bator (UB), la capital de Mongolia, con el propósito de viajar en el legendario Transiberiano. Sin embargo,   no estábamos dispuestos a subir al tren sin conocer algo de lo que fuera el gran Imperio Mongol.
Con la ayuda de Bob y Ogi, los managers del Golden Gobi, decidimos aventurarnos por la Región Central con la intención de recorrer las famosas estepas y asomarnos a la región montañosa hacia el norte.


Partimos con nuestros amigos en compañía de un chofer que sólo hablaba mongol, y de un simpático guía en inglés llamado Batar, que sería nuestro intérprete, cocinero, narrador y hasta curandero en caso de alguna emergencia.
La antigua Van rusa en la que nos trasladábamos era un vehiculo bastante pintoresco al que el chofer cuidaba con recelo, y en el que, aunque seis pasajeros no viajáramos demasiado cómodos, teníamos ese toque vernáculo que hacía más atractiva la aventura.



A medida que nos alejábamos de UB, avanzábamos por las estepas mongolas impactados por la visión de su desmesura.
De vez en cuando, la circunferencia blanquecina de alguna tienda mongol se distinguía como pintada en el paisaje y, en cientos de kilómetros, no pudimos descubrir un solo árbol. Cruzamos sin embargo varios rebaños de ovejas y de cabras, y alguna que otra tropilla de los famosos caballos mongoles que cabalgan libremente por las estepas.


Ocasionalmente aparecía algún pastor haciendo el arreo a caballo con el trotecito corto que los distingue, casi parado sobre los estribos y dejando ver la pequeña montura que permitió a los bravos guerreros Kan girar con facilidad para disparar sus flechas.
Estuvimos en Elsen Tasarkhai, considerado por nuestro guía como las puertas del Gobi, donde paseamos en camello por las dunas de arena.



También hicimos un extenso recorrido por la reserva natural Khogno Khan, donde pudimos disfrutar de un paisaje en el que las estepas se fusionan con antiguas montañas de granito.
Allí visitamos algunas familias nómades. Sus viviendas desmontables, llamadas Ger, son prácticas y sencillas, tienen una cocina siempre humeante en el centro, las camas y los muebles formando un gran círculo alrededor y un espacio libre, en el que llegamos a estar 10 personas entre locales y visitantes.
El exterior está recubierto por una resistente tela blanca, y todo en su interior es colorido: las mantas, los muebles, la puerta, y las alfombras que tapizan las paredes para aislar del calor abrasador en verano y de las temperaturas de -40° en invierno.





Nosotros dormíamos en Gers más simples, con las 6 camas ubicadas alrededor de una cocina – estufa, que debíamos alimentar durante la noche, para protegernos del frío.
Los preparativos para el acampe empezaban antes del anochecer cuando, aprovechando la luz que entraba desde el techo, cada uno desplegaba su bolsa de dormir sobre la cama elegida.
Una vez instalados, disfrutábamos de tiempo libre para hacer trekking por estepas y montañas, visitar la antigua capital y conocer el magnífico Monasterio budista Erdene Zuu.


Todas las noches comíamos bajo las estrellas que, aunque se hacían esperar, terminaban engalanando el cielo con un brillo sorprendente; un lujo que contrastaba con la austeridad del menú.
Al final del día, me regocijaba pensando que por las estepas recorridas habían cabalgado Gengis Kan y sus temerarios guerreros, y que haber conocido familias que constituyen el reservorio de costumbres, saberes y leyendas de esos lejanos tiempos, fue todo un privilegio.


viernes, 25 de septiembre de 2015

CroniCucas por Entre Ríos

Entre el orgullo por su pasado y el resguardo de su futuro

Partimos en auto desde Buenos Aires con destino a la estancia Laguna Blanca, cercana a la localidad de Villa Elisa en Entre Ríos. Lejos de ser un tedioso viaje de más de 300 km, el trayecto me pareció en sí mismo un programa genial debido a que, siendo bonaerense y habiendo vivido mucho tiempo en plena llanura, el paisaje de Entre Ríos me sorprendió como algo distinto y atractivo. 
El Río Paraná se ve espléndido desde lo alto de los puentes que unen las dos provincias, mientras se transita por ese fantástico sube y baja que nos posa en tierra firme al pasar por la isla Talavera, y se eleva nuevamente sobre el Paraná Guazú hasta llegar a una ruta entrerriana bordeada de campos verdes con cuchillas que ondulan el paisaje y elegantísimas palmeras.
Desde allí rumbeamos hacia Concepción del Uruguay, ya que nuestro plan de viaje contemplaba una visita al Palacio San José, al que arribamos a mediodía y donde nos instalamos bajo una frondosa arboleda en la que una vieja mesa redonda de cemento parecía invitarnos a descargar nuestra canasta de picnic, rebosante de delicias caseras.
Terminado el almuerzo, y luego de una agradable caminata por el parque del lago y por un jardín estilo francés, nos dirigimos al punto de encuentro de la primera visita programada de la tarde.
Recorrimos el casco principal con la asistencia de una excelente guía que, con justificado orgullo, nos fue relatando la historia de esta espléndida mansión construida por el General Justo José de Urquiza, en la que vivió junto a su familia y desde donde dirigió los destinos de Entre Ríos y de la Confederación Argentina.
Satisfechos con este baño de historia patria, partimos para cubrir los escasos kilómetros que nos separaban de Laguna Blanca.


La visita tenía un significado muy especial por tratarse de un establecimiento con un fuerte compromiso con el desarrollo sustentable que, definido como aquel que garantiza la satisfacción de las necesidades del presente sin comprometer las posibilidades de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades, capturó mi total adhesión a partir de la lectura del  informe de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, titulado “Nuestro Futuro Común".
Llegamos al campo de tardecita y una sencilla tranquera de madera natural pareció advertirnos que en ese lugar la naturaleza era la única responsable de la ornamentación. 
El paisaje lucía espléndido: los penachos de las cortaderas se balanceaban suavemente a los costados del camino y los espejos de agua brillaban bajo los últimos rayos de sol. Anochecía cuando nuestro GPS  anunció la llegada al destino final con una bandera a cuadros que nos hizo sentir protagonistas de una carrera de Fórmula 1.
Cómodamente instalados en el cuarto de huéspedes, pudimos apreciar esa combinación perfecta de simpleza y refinamiento, que hacía que el lugar resultara encantador. No podríamos haber imaginado nada más apropiado para cobijar un agradable descanso que nos permitió saltar de la cama mientras el sol se desperezaba, con la intención de aprovechar cada minuto de nuestra estadía.



La luz del día nos facilitó una visión más amplia del conjunto de edificaciones que conforman el casco de la estancia, en el que se conjuntan armoniosamente estructuras perfectamente restauradas y construcciones nuevas en las que se honran los materiales locales y se respetan los estilos tradicionales.
Reunidos en la cocina, entre café y tostadas, planificamos el recorrido que nos permitiría conocer este campo de aproximadamente 3.000 hectáreas bordeado por los ríos Paraná y Feliciano y por la Laguna Blanca, que le presta su nombre.
Iniciada la marcha, éramos todo oídos para escuchar el interesante relato de los trabajos que se realizan para recuperar la salud de los ecosistemas dañados y las actividades destinadas a impulsar el proceso de restauración de especies nativas; y todo ojos para apreciar los resultados que permiten a la flora y la fauna autóctonas recobrar su protagonismo.



No queríamos perdernos nada, razón por la cual bajamos del auto en las cercanías del Río Feliciano y caminamos por un atractivo bosque de Nogales Pecan y por un huerto orgánico con amplia variedad de frutales, que más de una vez debieron resistir la embestida de algún chancho salvaje, especie que libre de amenazas comienza a moverse a sus anchas por el lugar.
Me sentía sumamente afortunada al ver materializados los principios del desarrollo sustentable en todas las actividades productivas, desde los cuidados casi imperceptibles, hasta los más sorprendentes, tal como ocurre con los trabajos realizados para recuperar los suelos erosionados.
Esta tarea, que otorga al campo una fisonomía muy especial, se realiza a partir de un exhaustivo estudio del lugar, que permite seguir las curvas de nivel del terreno para construir terrazas, en las que se cultivan granos de avena, linaza, sorgo, cebada y trigo, que en su floración compiten entre sí con magníficos colores y transforman las superficies onduladas del suelo en una bellísima paleta cromática. 


Tuvimos la oportunidad de observar numerosas actividades destinadas a desarrollar un modelo de agricultura orgánica y diversa, y de completar el recorrido con un tranquilo paseo por la costa del Río Paraná.
Fue un momento de relax después de un ajetreado trayecto, en el que nos detuvimos a disfrutar de un entorno de notable belleza, rodeados de praderas nativas frente a un río que luce radiante cuando los rayos de sol se escurren a través del limo que arrastra en su larga carrera sudamericana.
Conocer la estancia Laguna Blanca fue todo un privilegio que concluyó con una despedida memorable, compartiendo un menú impregnado de sabor regional: un enorme dorado a la parrilla, que hizo las delicias de locales y visitantes.

domingo, 24 de mayo de 2015

Visitando Cataratas



CroniCucas salpicadas por la espuma.
La naturaleza suele sorprendernos con espectáculos fascinantes entre los que los grandes saltos de agua constituyen una fiesta para los sentidos, ya que la conjunción de la belleza de las cataratas, el estruendo de enormes volúmenes de agua cayendo, la frescura de la espuma que nos alcanza y el perfume envolvente de la humedad crea un espacio mágico y arrebatador.

Tuvimos la suerte de conocer algunas de las más importantes cataratas del mundo, y cada una de ellas nos maravilló como algo único y especial.



Guardo un lejano recuerdo del impacto que me produjo la majestuosidad de las Victoria Falls del río Zambeze en Zimbabue. Las conocimos prácticamente en solitario en un parque abierto en el que todo lo que veíamos era obra de la naturaleza y al que, con cierta audacia, volví a recorrer en bicicleta para explorar las huellas de los animales, tomando como referencia los dibujos de una graciosa remera comprada en el mercado local.

Varios años más tarde visitamos las Niagara Falls en Estados Unidos, también de enorme belleza, aunque la experiencia fue muy diferente: su entorno es urbano; la infraestructura, alucinante y, lejos de sentirme una exploradora, fui una espectadora privilegiada que admiraba un espectáculo en primera fila; porque, aun rodeados de cientos de visitantes, todo está preparado para que cada uno goce de un extraordinario panorama y, como ocurre en The Cave of the Wind, pueda sentirse envuelto en el torbellino de agua, oportunamente provisto de un poncho para prevenir un remojón tremebundo.



También conocíamos las Cataratas del Iguazú y después de un largo paréntesis, sintiéndonos más calificados en el tema, volvimos para disfrutar de esta maravilla de la naturaleza y sorprendernos con una infraestructura que nos permitió una accesibilidad inmejorable para recrearnos en un entorno que enamora. 
Tranquila, sin prisa, deteniéndome para conocer el nombre de los árboles autóctonos más atractivos, como el Palo Rosa, que mira desde su altura a todos los demás, me entremetí fascinada entre los helechos, que con una exhuberancia avasallante pintan de verde hasta los escondrijos más sombríos.

Avanzábamos escoltados por mariposas; los coatíes se nos acercaban sin temor, y las urracas azules volaban en bulliciosa patota luciendo un plumaje de admirable diseño en el que los ojos se destacan como un dos de oro. 



Tuve la impresión de que todos los senderos que llevaban a los saltos estaban programados para familiarizarnos con su belleza, y que iban in crescendo como en una sinfonía, hasta alcanzar una culminación arrolladora en la Garganta del Diablo.
Sin embargo aún nos faltaba la frutilla del postre, porque este viaje estaba programado para una visita muy especial: las Cataratas del Iguazú a la luz de la luna.

Sabíamos que, con un poco de suerte, durante 5 días por mes es posible hacer un paseo nocturno, y nos arriesgamos a planear la visita exactamente la noche de luna llena. Durante toda la jornada estuvimos pendientes del movimiento de algunas nubes que nos mantuvieron en vilo, pero una vez en el Parque, con la certeza de que las condiciones meteorológicas eran favorables, nos reunimos con los demás visitantes y dejamos atrás las luces de la Estación Central para abordar el Tren Ecológico que nos llevaría hasta la última parada.



Las luces y las sombras hacían irreconocible el trayecto que habíamos recorrido durante el día y, mientras escuchábamos con atención los sonidos de la selva, nuestros ojos se fueron acomodando y logramos descubrir a algunos protagonistas de la noche. Cada hallazgo era un acontecimiento que no se podía pasar por alto de modo que, mientras el pequeño tren avanzaba, nosotros movíamos la cabeza de un lado a otro con la agilidad de una lechuza. 
Al llegar a la estación terminal iniciamos una tranquila marcha. El asombro frente a un panorama tan poco frecuente nos mantuvo casi en silencio, y resultaba muy agradable escuchar nuestras propias pisadas en los senderos y el rumor del agua que se deslizaba bajo las pasarelas.
De vez en cuando nos sorprendía el aleteo de alguna ave molesta por el inoportuno horario de la visita, algo perfectamente comprensible; ¿a quién no le incomoda la interrupción sorpresiva de un plácido sueño?
La luna, que había conseguido ahuyentar las nubes por completo, tenía esa noche bien merecido el premio a la mejor iluminación del espectáculo, porque no solo nos permitió avanzar sin pausa atentos al sonido de los saltos, sino que nos regaló la más increíble visión de la Garganta del Diablo.

La espuma lucía un blanco fluorescente en movimiento, que hubiera sido la envidia de un DJ; el rugido del agua que caía era estremecedor, y las gotas que al principio nos alcanzaban tímidamente eran una invitación a acercarnos hasta el límite de lo posible.




Ajena al ajetreo de quienes iban y venían captando imágenes para llevarse de recuerdo, permanecí extasiada y, convencida de que lo que estaba viviendo no cabía en una foto, me dispuse a disfrutarlo todo con la pretensión de atesorar cada momento.

El camino de regreso ya no guardaba secretos para nosotros; la noche era muy clara y nadie parecía tener apuro por dejar atrás ese panorama encantado. Finalmente, y entre dimes y diretes, uno tras otro fuimos subiendo al trencito que nos devolvería al punto de partida con la satisfacción de haber compartido una experiencia extraordinaria, porque esa noche el Parque Nacional Iguazú, declarado por UNESCO Patrimonio de la Humanidad, se había iluminado para nosotros.


martes, 7 de abril de 2015

En Mendoza

CroniCucas de paseo por Mendoza
Después de un largo pero agradable viaje en auto, animado con picnic y estratégicas escalas arribamos a Mendoza, más precisamente al departamento de San Martín, con el propósito de pasar algunos días en la finca de nuestros amigos VDH (Monderei para los parroquianos), tan arraigados en el lugar como sus propios viñedos y con un orgullo contagioso por esta tierra en la que el General San Martín organizó su gloriosa campaña libertadora.
Nuestro anfitrión, al que en razón de su imponente presencia e inconfundible vozarrón de mando acordamos en llamar Capitán General, asumió el mote con tal entusiasmo que no perdía oportunidad de informarnos sobre hechos históricos y anécdotas de la epopeya sanmartiniana ocurridas en el lugar. 

Por tratarse de un miembro de la Academia de Historia era, para nosotros, todo un privilegio. Sin embargo, algunas veces nuestro ánimo vacacional nos tornaba poco juiciosos y, como en lejanas épocas escolares, los chistes al profesor terminaban en alboroto generalizado.


Alojados a buen resguardo en la solariega casona colonial, bajo la protección de numerosos ángeles y santos, coleccionados con paciencia y dedicación por la encantadora dueña de casa (entre nosotros Ana de la India), pasamos unos días sumamente agradables disfrutando de un jardín perfumado y musicalizado por el canto de las aves; de la excelente cocina de Nibialai, simpática descendiente de araucanos siempre dispuesta a dar charla; de interesantes amigos locales invitados a comer las famosas empanadas mendocinas (un cumplido a mis preferencias gastronómicas); y de una nutrida biblioteca rebosante de historia patria, en la que también descubrimos la atractiva  historia familiar en adorables relatos escritos por la abuela de nuestro anfitrión, que a sus 80 años consiguió reflejar con la gracia y la ternura de una niña arropada entre mayores la apacible vida de una Buenos Aires Colonial, recordando con infantil familiaridad a algunos personajes relevantes de la historia argentina y los divertidos veranos en Tigre, hasta donde se llegaba en carreta, con picnic y servicio de té incluidos, en un viaje de 12 horas (exactamente el tiempo en que hoy llegamos a Europa).


Debo confesar que, aunque yo había ubicado en el top ten del programa de viaje la preparación de mis propios tomates secos, el buen propósito quedó descartado en el preciso momento en que probé los deliciosos tomates frescos y jugosos, cosechados en su punto justo de maduración que, servidos en una gran fuente, se regodeaban tentadores sobre la mesa. Fue entonces cuando elegí disfrutar cada día del lujo de los tomates frescos y dejar los secos para después.
La fiesta de sabores siguió durante una  visita al Molino La Tebaida, donde pudimos conocer los secretos de la producción artesanal de un excelente aceite de oliva, y de algunas variedades de grapa muy festejadas por los expertos. Sus jóvenes dueños, quienes restauraron la antigua casa de campo para convertirla en un glamoroso hotel rural, nos recibieron con una mesa repleta de delicias locales en una clara muestra de la hospitalidad mendocina.
Un recibimiento igualmente halagador tuvimos en el establecimiento Cuatro Familias, en el que probamos sin disimulo todos y cada uno de los deliciosos productos agroindustriales que allí se procesan.
No hace falta decir que de ambos lugares partimos con un voluminoso cargamento de delicias regionales, que custodiamos  como un tesoro hasta su arribo a casa porque constituyen una especie de trofeos de viaje que compartimos con amigos, deseosos de mantener el prestigio ganado en nuestra mesa (nadie se puede dormir en los laureles después de obtener alguna estrella Michelin casera).


Teniendo en cuenta que la vitivinicultura es una de las actividades más importantes de la región, nuestro arribo en los días de inicio de la vendimia fue como un upgrade del viaje, porque pudimos entrometernos en el ajetreo de hombres y mujeres que con mucha destreza cortan los racimos de la vid y llenan grandes canastos de metal para descargar en los camiones que transportan las uvas hasta las bodegas.
Quedamos en medio de un incesante ir y venir de gente con el rostro casi oculto por coloridos pañuelos y gorras, entre otras prendas, que trabajan sin pausa hasta que el reloj marca el mediodía, hora en que los viñadores se alejan en animadas charlas para tomar su almuerzo. 
Fue entonces cuando nos llamo la atención un jocoso grupo de chicas que, con la gracia de las tabacaleras de la opera Carmen, se nos acercó entre risas para pedir que no subiéramos sus fotos a Facebook. Toda una coquetería!
Cuando el viñedo quedó desierto y silencioso, y el polvo que levanta tanto movimiento se fue asentando, caminamos entre las vides deteniéndonos para rescatar algunos racimos caídos durante la carrera de los recolectores más ágiles, y probar las uvas dulces que estallaban jugosas entre los dientes con un sabor que ni la tierra que las acompañaba podía opacar.
Partimos del lugar con cierto pesar por no poder participar de otras actividades tradicionales y sobre todo de la fiesta que corona la vendimia. Nuestros gentiles anfitriones, con muchas vendimias en su haber, nos llevaron al Parque Agnesi donde se celebra el gran festejo local, y allí, como únicos protagonistas, fuimos probando diversas ubicaciones del enorme anfiteatro que, construido con terrazas cubiertas de pasto y contenidas con maderas de cabeceros de parral, me pareció todo un homenaje a esta tierra y al espíritu laborioso de su gente.


Afortunadamente, hay programas para los que siempre es buen momento y, siendo Mendoza casi sinónimo de bodegas, en esta ocasión decidimos ir al Valle de Uco para visitar las bodegas del Clos de los siete, programa que merece un capítulo aparte.
En el camino disfrutamos del veraniego paisaje de Tunuyán pero, aunque teníamos los ojos bien abiertos, la cordillera jugó con nosotros a las escondidas y permaneció siempre oculta detrás de una espesa bruma que nos privó de de la visión majestuosa de sus altas cumbres; buena excusa para volver.  

lunes, 26 de enero de 2015

En las Tumbas Reales

CroniCuca en el Norte de Perú 



Perú tiene lugares increíbles para conocer y, en otros viajes, hicimos varias visitas a Lima, donde la gastronomía se vuelve casi una obsesión; sobrevolamos las asombrosas líneas de Nazca; recorrimos la blanquísima Arequipa; llegamos a Puno y navegamos el lago Titicaca; deambulamos por las encantadoras calles de Cusco y pernoctamos en Machu Pichu, arrullados por un caudaloso río Urubamba. Por eso esta vez decidimos poner rumbo al norte para ver las Tumbas Reales.
De paso por Lima y con la aspiración de aprovechar el poco tiempo disponible, hicimos una escapada hasta Miraflores para saborear un almuerzo tardío en Tanta, uno de los atractivos restaurantes “pret a porter” de  Gastón Arcurio.
Con varias horas de viaje a cuestas y ante la perspectiva de tener que levantarnos a las 4 de la mañana para volar a nuestro próximo destino, el programa fue breve: un Pisco y a la cama.
Arribamos casi al alba al aeropuerto de Piura, donde nos esperaba el auto que alquilamos para que nos acompañara en nuestro periplo norteño y, mientras la ciudad despertaba, partimos en busca del camino que nos llevaría a Chiclayo.
De pura curiosidad nos detuvimos en uno de los pueblos del camino para observar el ir y venir de productores que llegaban cargando mercancías para vender en el mercado. En pocos minutos la calma mañanera se transformó en bullicio, y la calle, abarrotada de personajes variopintos, fue un escenario digno de un cuadro de Brueghel.
A pesar de no ser una copiloto eficiente, ya que suelo estar más atenta a los mercados y los vendedores apostados a los lados del camino que a los carteles indicadores, llegamos a nuestro destino sin dificultades y disfrutamos mucho del trayecto. 
Arribamos a Chiclayo casi al mediodía, entusiasmados con la proximidad de la visita al Señor de Sipan, del que tuvimos referencia en un lejano viaje a Perú con destino a Machu Pichu, cuando una amiga con la que nos encontramos en Cusco nos relató su increíble experiencia frente al descubrimiento de los primeros restos arqueológicos desenterrados con la minuciosidad de un orfebre.



Lambayeque, el pueblo donde se encuentra el famoso museo de sitio, es puro alboroto. Ensordecedoras mototaxis (una especie de toc toc), decoradas de acuerdo con la ideología o el gusto musical de sus dueños, logran que el Che, Fidel Castro, Bob Marley, Freddie Mercury, y otros personajes pop se crucen con bastante imprudencia por izquierda y por derecha, en un tránsito caótico en el que ni en sueños me animaría a manejar.
El Museo Tumbas Reales es extraordinario: el edificio es una gran pirámide trunca similar a la un santuario Mochica, y el rojo de los muros reproduce el color de las antiguas fachadas. Todo ha sido pensado para recrear el espíritu de los templos Mochicas, y bien que lo logran!
La visita comienza en el tercer piso con un video que nos introdujo a la historia de esta importante cultura precolombina (200-700 d.c.), y permite apreciar mejor los testimonios arqueológicos que incluyen cerámicas, instrumentos de uso cotidiano, estandartes, pectorales, adornos y exquisitas joyas con las que se ornamentaban personajes de alto rango, entre las que me deslumbraron unas espléndidas orejeras de oro y turquesas, símbolo del poderío de este antiguo gobernante y varios juegos de collares de plata y oro con cuentas preciosamente trabajadas.
Todos los objetos fueron encontrados antes de llegar a la tumba, que allí se expone tal como fue hallada por los arqueólogos: con un soldado que lo custodia desde arriba, al que se le cortaron los pies para que permanezca en el lugar y, más abajo, el Señor de Sipán ataviado con los ornamentos y posesiones acordes a su máxima jerarquía, enterrado con su mujer principal, con una mujer joven, y con algunos animales, entre ellos un perrito encargado de guiarlo en su tránsito hacia otro mundo.
A lo largo del recorrido contamos con la asistencia del personal del museo, bien preparados para satisfacer nuestra curiosidad sobre algunos testimonios de esta antigua cultura de América latina.
Finalizada la visita y exhaustos por un largo día pleno de experiencias realmente impactantes, regresamos a Chiclayo, donde el único momento de relax posible fue un reconfortante baño que nos puso en condiciones de continuar con un paseo que, en esta oportunidad, fue toda una fiesta. Porque Fiesta es el nombre del magnífico restaurante en el que nos recibieron con deliciosos "abrebocas" de pato y de pescado, un increíble Ceviche a la brasa, servido sobre chalas calientes y un plato típico de la región: pato con arroz, cocido en una pequeña olla de hierro que, ubicada en el centro de la mesa, nos invitaba a raspar el fondo para desprender un delicioso arroz crocante, para terminar con una espuma de algarrobina, muy dulce, que coronó el final de la fiesta.
Así como Lambayeque nos impactó con un fantástico museo, Chiclayo nos sorprendió con Fiesta, un restaurante que seguramente está entre los mejores de Perú.
Continuamos el viaje por un tranquilo paisaje desértico, solamente interrumpido por coloridas mototaxis en la cercanía de los poblados, y llegamos a Máncora con el tiempo suficiente para darnos el primer chapuzón en el Pacifico, un mar cálido que nos desafiaba con olas bastante bravuconas.
Por la tarde salimos a explorar la movida nocturna comimos en Hotelier, Arte y Cocina, un lugar sobre la playa en el que por lo avanzado de la hora éramos los únicos comensales. Fue una excelente oportunidad para intimar con su simpático dueño, hijo de Teresa Ocampo,
la Doña Petrona de Perú. 



Fue él quien nos preparó la primera langosta que probamos en Máncora; un producto que en este lugar esta al alcance de la mano, siempre y cuando uno baje a la playa muy temprano, puedan encontrar entre las rocas los piletones en los que las pobres langostas quedan atrapadas cuando baja la marea, y tenga el coraje de sacarlas con la mano, sin dejarse amedrentar por las pinzas de. 
Sin embargo, hay opciones más sencillas, como comprarlas a quienes las recogen a diario y las cargan en bolsas sumergidas en agua de mar o, preparadas por un buen cocinero.
En esta región las playas parecen interminables y resultan todo un desafío para hacer largas caminatas, alternadas con algunos chapuzones en medio de grandes olas, que suelelen devolvernos a la costa un poco maltrechos. 
La ciudad no es muy atractiva, aunque tiene algún que otro bar simpático, para tomar una cerveza helada; comer el sabroso atún rojo, típico de las costas cercanas a Ecuador; o darse una vuelta por el mercado de artesanías, perfumada de Palo Santo.
También hicimos varios paseos en auto por los alrededores, donde vimos grandes casas con jardines y 
terrazas que se asoman al mar, ente las que encontramos un curioso cartel publicitario, idéntico al de las inmobiliarias, que anunciaba "Este terreno no se vende".