Descubriendo Ulan Bator:
Arribamos al aeropuerto Ghinggis Khaan, de Ulan
Bator (UB).
La simple visión de su nombre resultaba
inquietante, por tratarse del gran conquistador Mongol que tuvo en vilo a buena
parte de Asia, y en cuya defensa los chinos levantaron la gran muralla.
La ventanilla del avión fue como un catalejo
para observar las estepas, y durante largo rato no quitamos los ojos de las
enormes extensiones de verde amarillento, tratando de localizar las siluetas
redondeadas de las viviendas nómades que, una vez en tierra, apreciaríamos en
su verdadera dimensión.
De camino al hotel, cuando ya estábamos algo inquietos
por el confuso recorrido, llegamos a la av. Paz. Reconocimos su nombre entre indescifrables
señales mongolas y, con ayuda del chofer, comprendimos que esa interminable avenida
era la mejor referencia en una ciudad en la que incluso los automovilistas
locales suelen tener dificultades para llegar a destino -detalle que no parece
inquietar a nadie en un país en el que el 50% de población es nómade-.
Los mongoles son muy amables con los turistas, pero
la barrera del idioma puede ser inexpugnable, de modo que la estrategia más
efectiva para poder regresar al hotel fue recordar las fachadas y vidrieras del
barrio.
Atentos a los puntos de referencia, llegamos a
la plaza Sukhbaatar precisamente cuando un grupo de ancianos, vistiendo trajes
típicos, se reunía junto a la estatua ecuestre de Damdin
Sukhbaatar en lo que, a juzgar por los cálidos saludos y las animadas charlas,
parecía un reencuentro de veteranos. Nosotros disfrutábamos observando la
reunión de hombres que parecían orgullosos
de su estirpe, y de mujeres pequeñas y delicadas, que lucían con coquetería coloridos
trajes de seda.
Alrededor de la plaza pudimos reconocer varios
edificios de gobierno entre los que se destaca el majestuoso Parlamento Mongol,
con una estatua de Gengis Kan de voluminosa anatomía, solemnemente sentado en lo
alto de la escalinata.
También vimos edificios de estilo soviético;
algunos importantes, como el del Partido Revolucionario del Pueblo de Mongolia,
y otros modernos en cuyos vidrios se reflejan las construcciones tradicionales
mongolas como en un simpático diálogo.
En la zona céntrica hay elegantes locales de
marcas europeas que conviven con otros de artesanías tradicionales y de recuerdos,
hay también artistas callejeros, lustrabotas y hasta algún emprendedor que,
sentado en la vereda con una pequeña balanza de baño, se ofrece a pesar a los
transeúntes por unos pocos tug. Es una ciudad que está cambiando amigablemente
y en la que nada parece fuera de lugar.
Con intención de tomar un descanso en nuestro
acalorado paseo, entramos a una de las grandes tiendas de la ciudad, y el breve
paréntesis resultó un programa genial. Quedé embelesada con los locales que
ofrecían excelentes prendas de cachemir mongol, y con un supermercado que,
rebosante de productos de todas partes del mundo, puso en marcha nuestra
fantasía para preparar la canasta de pic nic que llevaríamos al Transiberiano.
Aunque nuestra visita a UB fue breve,
encontramos tiempo para conocer el Monasterio budista de Gandantegchinlin, al
que llegamos por la mañana, en el momento mágico en que los monjes están
consagrados a los cánticos y oraciones; son Budistas Tibetanos. Dentro de los
templos, la cordialidad de los fieles, la cadencia de las ceremonias y el colorido
de los ornamentos aportan un tono festivo que invita a plegarse a las
celebraciones.
Me hubiera gustado permanecer más tiempo
contemplando las obras que hicieran quienes predicaron allí las enseñanzas de
Buda, pero nuestros amigos cordobeses nos esperaban para partir hacia las
estepas, lo que resultó una aventura inolvidable.
A nuestro regreso necesitábamos un buen programa
para celebrar la última noche en UB y, después de varios días de austera comida
de campamento, elegimos premiamos con un delicioso menú en el Restaurante indio
Hazara en el que, rodeados de una ambientación encantadora y en una romántica
mesa para dos, tuvimos una despedida digna de un maharajá.