CroniCuca 4: Codo a codo entre los indios.
Por un día dejamos de ser los cómodos pasajeros del auto, y nos
aventuramos a un viaje en camello por las dunas para ver la puesta del sol
sobre el desierto de Thar. Es bueno sentirse como Lawrence de Arabia, aunque
sea en sus tiernos comienzos. Mi camello estaba disconforme con su cincha y no
hacía más que protestar cada vez que tenía que arrodillarse, y mi marido, ni
lerdo ni perezoso, interpretó que no hay cabalgadura que no se parezca a su
amo. Es verdad que suelo protestar, pero también disfruto enormemente y creo
que el camello, no.
En Jodhpur visitamos el Fuerte Mehrangarh, una clara muestra de la capacidad para poner en valor un monumento histórico desde una gestión privada. Claro que su dueño sigue siendo el Marajá que sucedió a su padre a los 4 años. A pesar de que en la nueva India su título no tiene el valor de antaño, aún puede pensar en grande, usarlo socialmente y jugar por el mundo con su equipo de Polo. ¡Muy buena profesión esta de marajá!
Visitar el mercado de las especias
fue una deliciosa experiencia. Meter la nariz en diferentes tipos de té, de
curry y de condimentos novedosos fue algo extraordinario. Después de saborear
alguno que otro rico té, dejamos el mercado borrachos de perfumes exóticos y
cargados de bolsas de seda bien anudadas, en las que nos entregaron nuestras
compras como una preciosa carga. Así son en India, la basura en la calle y la
sutileza en lo que aman. También son feroces comerciantes y, cuando nos vimos
sumergidos en telas, chales y acolchados, dando vueltas de una sala a otra para
terminar en el lugar por el que entramos, tuvimos la impresión de haber estado
en una callecita de la que se baja con varias rupias menos y algún paquete de
más.
Los indios aman la música; hay músicos con tambores por todas partes, y con los primeros sonidos se arma el baile. Hombres y mujeres de todas las edades se mueven y tararean la música tradicional y, cuando a los tambores se les suma alguna trompeta, suena como si ejecutara toda una orquesta.
Olvidaba contar una de las mayores pruebas del encanto que este país ejerce sobre mí. La tuve en nuestro primer día en Rajastán cuando, derribando prejuicios y aprensiones, comí una especie de empanada de papa llamada "samosa" que vendían en la calle, usando como servilleta una hoja de diario prolijamente cortada y ensartada en un gancho de alambre, que más que servilletero, parecía una guirnalda.
Nos gustó mucho, sobrevivimos y lo volvimos a hacer.
Los indios tienen la sonrisa pronta, y es suficiente que nos crucemos varias veces en algún lugar para que terminemos saludándonos como buenos vecinos. Fue así como en la visita a un deslumbrante templo jainista en Ranakpur, varias señoras con las que habíamos intercambiado saludos me mandaron decir, con una joven que hablaba inglés, que venían observando cuánto disfrutaba yo de su cultura y que se sentían felices por ello. ¡¡¡¡¡Me emocionó!!!!!
No sé por qué razón la India no me resulta un país extraño y algunas veces lo siento tan familiar que me asombra.
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