martes, 19 de agosto de 2014

CroniCucas Nepal


CroniCuca 10: finalmente los caminos nos trajeron a Kathmandu.

Kathmandu nos recibió con mal tiempo, aunque nada impidió que nos aventuráramos hasta el barrio mas movido de la ciudad. Alucinamos con sus tiendas y cumplimos religiosamente con la cita y reserva, programada con más de un mes de anticipación, en el restaurante Rosemary Kitchen & Cofee, al que llevamos un vino sudafricano seleccionado con esmero en un negocio nepalés. Una sabrosa sopa de vegetales nos permitió soportar mejor los pies fríos y mojados en las calles encharcadas y el Chicken Rosemary Kitchen, rostizado con romero y limón y acompañado de verduras salteadas, resultó delicioso.


Viendo que el tiempo no mejoraba y desafiando una llovizna que se empeñaba en aguarnos la visita, decidimos recorrer la ciudad caminando por la ruta de las caravanas que partían hacia el Tibet, hasta la plaza Durbar. Estoy absolutamente convencida de que el anegado camino conserva las heridas que dejaron tantos camellos cargados de mercancías, y aunque afortunadamente las calles son demasiado angostas como para que circulen autos, las motos y los rickshaw nos salpicaron barro hasta la nariz.

El patrimonio de Nepal suma al estilo hindú la arquitectura newari: pagodas con techos superpuestos, en cuyas esquinas cuelgan encantadoras campanitas de metal; enormes leones de piedra que custodian la entrada de templos y palacios; y maravillosas ventanas de madera tallada. Tal parece que el numero de ventanas tenía que ver con el estatus de quienes lo habitaban, los mas pobres tenían una; los trabajadores, dos, y así se sumaban hasta llegar a palacios con ventanas que cubrían prácticamente todo un muro. Una arquitectura bien pensada para evitar los sofocones de verano.

También en Nepal hay mucho colorido, como el de las guirnaldas con banderitas de colores con las enseñanzas de Buda, que descienden del punto más alto de las estupas. Debido a que las estupas son macizas y nadie puede entrar en ellas, los devotos caminan a su alrededor haciendo girar enormes cilindros que tienen grabadas las oraciones (una practica que incorporamos con diligencia).


A 20 km de Kathmandu está la ciudad de Patán, que fue sede del reino en sus años de gloria. La plaza Durbar (algo así como la Plaza Real) es una de las más lindas que vimos, por sus palacios, templos y pagodas. Visitamos la Pagoda 
Dorada, donde también educan a los niños con los principios de Buda. Fue genial ver la gracia con que un niño de cabeza rapada y vestido del mismo color que su maestro cumplía las órdenes haciendo tareas que no le daban respiro. No aplaudí al maestro y a su discípulo, para no quebrar la solemnidad de la clase, solo alcancé a pensar que si este lúcido maestro pidiera traslado a nuestras tierras, sería posible que se le quemaran los papeles.


Casi al finalizar nuestra visita a esta preciosa ciudad, atraída por la música de tambores y trompetas que sonaban muy cerca de la pagoda dorada, pude observar la partida de una novia hacia su boda, mientras hacía equilibrio sobre escalones extra small con insospechada destreza. Aunque mi posición no era lo suficientemente privilegiada para verla, me pareció que la novia estaba dentro de un auto totalmente decorado, al que un hombre de traje oscuro cubría con un manto de seda y con flores. Mientras los músicos se adelantaban tocando y abriendo  camino, el auto inició su marcha, y los perdí de vista, pero nadie me quitaba la alegría de haber visto una boda nepalesa.

Cuando tomamos el congestionado camino de regreso estaba anocheciendo, y nuestro driver, que era budista, resultó ser un magnífico guía para la visita al Templo Swayambhunath, situado en lo alto de una colina con una excelente vista de la ciudad. Me sentía apenada por llegar de noche a un sitio tan especial, ya que en Nepal los monumentos se iluminan poco, y a duras penas pudimos trepar más de 300 escalones para alcanzar el templo principal. Allí nos encontramos con una estupa gigante que tenía los ojos vigilantes de Buda dibujados en sus cuatro caras. 
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El esfuerzo bien valió la pena, vimos algunos monjes caminando y moviendo los cilindros para la oración, varios músicos tocando diversos instrumentos y cantando con devoción, y una familia budista que hacia sus ofrendas, interrumpida por los monos que subían y bajaban de los techos a la pesca de algo para comer. Yo observaba a cierta distancia hasta que, en el momento de las purificaciones, me invitaron a acercarme para poner mis manos sobre el fuego, susurrándome que era una suerte y una oportunidad para mí. Me sentí realmente afortunada e imité todos los movimientos; entonces mi marido, bien rápido de reflejos, se sumó a la ceremonia, y aunque más tarde pretendería restarle seriedad a su gesto argumentando que siempre es bueno poner una ficha al cero, fue muy lindo que compartiéramos ese momento.




 







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