CroniCuca 10: finalmente los caminos nos
trajeron a Kathmandu.
Kathmandu nos recibió con mal tiempo, aunque nada impidió que nos
aventuráramos hasta el barrio mas movido de la ciudad. Alucinamos con sus
tiendas y cumplimos religiosamente con la cita y reserva, programada con más de
un mes de anticipación, en el restaurante Rosemary Kitchen & Cofee, al que llevamos un vino sudafricano seleccionado con esmero en un
negocio nepalés. Una sabrosa sopa de vegetales nos permitió soportar mejor los
pies fríos y mojados en las calles encharcadas y el Chicken Rosemary Kitchen, rostizado
con romero y limón y acompañado de verduras salteadas, resultó delicioso.
Viendo que el tiempo no mejoraba y desafiando
una llovizna que se empeñaba en aguarnos la visita, decidimos recorrer la
ciudad caminando por la ruta de las caravanas que partían hacia el Tibet, hasta
la plaza Durbar. Estoy absolutamente convencida de que el anegado camino
conserva las heridas que dejaron tantos camellos cargados de mercancías, y
aunque afortunadamente las calles son demasiado angostas como para que circulen
autos, las motos y los rickshaw nos salpicaron barro hasta la nariz.
También en Nepal hay mucho colorido, como el de las guirnaldas con banderitas de colores con las enseñanzas de Buda, que descienden del punto más alto de las estupas. Debido a que las estupas son macizas y nadie puede entrar en ellas, los devotos caminan a su alrededor haciendo girar enormes cilindros que tienen grabadas las oraciones (una practica que incorporamos con diligencia).
A 20 km de Kathmandu está la ciudad de Patán, que fue sede del reino en sus años de gloria. La plaza Durbar (algo así como
Cuando tomamos el congestionado camino de regreso estaba anocheciendo, y nuestro driver, que era budista, resultó ser un magnífico guía para la visita al Templo Swayambhunath, situado en lo alto de una colina con una excelente vista de la ciudad. Me sentía apenada por llegar de noche a un sitio tan especial, ya que en Nepal los monumentos se iluminan poco, y a duras penas pudimos trepar más de 300 escalones para alcanzar el templo principal. Allí nos encontramos con una estupa gigante que tenía los ojos vigilantes de Buda dibujados en sus cuatro caras.
El esfuerzo bien valió la pena, vimos algunos monjes caminando y moviendo los cilindros para la oración, varios músicos tocando diversos instrumentos y cantando con devoción, y una familia budista que hacia sus ofrendas, interrumpida por los monos que subían y bajaban de los techos a la pesca de algo para comer. Yo observaba a cierta distancia hasta que, en el momento de las purificaciones, me invitaron a acercarme para poner mis manos sobre el fuego, susurrándome que era una suerte y una oportunidad para mí. Me sentí realmente afortunada e imité todos los movimientos; entonces mi marido, bien rápido de reflejos, se sumó a la ceremonia, y aunque más tarde pretendería restarle seriedad a su gesto argumentando que siempre es bueno poner una ficha al cero, fue muy lindo que compartiéramos ese momento.
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